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El término queer, que en español puede traducirse como “raro”, e incluso “maricón”, funciona, en su acepción inglesa, como sustantivo, adjetivo o verbo, dice Tamsin Spargo, “pero en todos los casos se define en contraposición a lo normal o normatizador. La teoría queer no es un marco conceptual o metodológico singular o sistemático, sino una colección de articulaciones intelectuales con las relaciones entre el sexo, el género y el deseo sexual”.
Fue el filósofo francés Michel Foucault (nacido el 15 de octubre de 1926, fallecido 57 años después el 25 de junio de 1984), con su pensamiento a contracorriente, el que introdujo, para el orbe homosexual, la “teoría queer” (por decirlo de un modo singular, es como si aquí algún teórico hubiese inventado, digamos, la “teoría del pirujo” —o del joto o lilo o mariposón— o un término similar porque de lo que se trataba era de hacer habitual, ordinario, un uso considerado ofensivo), a la que quiso otorgarle un sentido “académico”, crear con ella, pues, toda una escuela —obviamente no ortodoxa— de reflexión en torno a la homosexualidad… que nadie teorizara en México por andar imbuidos en otros asuntos más interesados, como la búsqueda del peculio particular, tal como lo hiciera, digamos (aunque a López Obrador le cuenten un cuento rosa de una honestidad nunca indagada), Carlos Monsiváis, quien en viuda jamás salió del clóset al que se había refugiado atingentemente para no perder sus privilegios, que siempre los tuvo.
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El término, dice Spargo en su libro Foucault y la teoría queer, “describe una diversidad de prácticas y prioridades críticas: interpretaciones de la representación del deseo por el mismo sexo en los textos literarios, en los filmes, en la música, en las imágenes, análisis de las relaciones sociales y políticas de poder dentro de la sexualidad; críticas al sistema sexo-género; estudios sobre la identificación transexual y transgenerizada, el sadomasoquismo y otros deseos transgresores”.
Foucault, historiador y activista, “fue uno de los pensadores más influyentes —enfatiza Spargo— cuya obra se incluye, por lo general, dentro del posestructuralismo. Junto con las críticas a la metafísica occidental de Jacques Derrida y a las rearticulaciones radicales de la teoría psicoanalítica por parte de Jacques Lacan, las diversas indagaciones sobre el conocimiento y el poder de Foucault han constituido el fundamento paradójicamente desestabilizador de buena parte de los trabajos recientes sobre el estatuto del sujeto humano”.
Pero Foucault, dice Spargo, “fue además un homosexual que murió de sida en 1984. Después de su muerte, su vida y su obra fueron objetos de una serie de ataques que, si bien decían buscar la verdad de Foucault, relacionaban de hecho sus supuestas preferencias y prácticas sadomasoquistas con una interpretación (reduccionista) de la política de sus escritos históricos y filosóficos, y lo hacían con una morbosidad no exenta de censura”.
Sin quererlo, Foucault mismo fue catalogado, mezquinamente, como un intelectual queer, ese maldito término el cual él quiso, no en vano, domesticar. Y vaya si no su influencia fue devastadora en el momento preciso: la década de los setenta, cuando los movimientos feministas y homosexuales irrumpen con fortaleza en la sociedad global, Recuérdese que no fue sino hasta los ochenta cuando la violencia contra las mujeres se reconoció de manera amplia como un problema de derechos humanos y no fue sino hasta 1992, precisa Dennis Altman, cuando Amnistía Internacional elaboró su primer dictamen sobre la violación como un caso de privación de los derechos humanos aprobado por el Estado.
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El primer tomo de su importante Historia de la sexualidad lo escribió Foucault justamente en aquella década, a fines de la llamada “revolución sexual” de la cultura occidental. El texto, dice Spargo, “constituía una poderosa y provocadora contranarrativa de la historia sobre la represión sexual victoriana, vigente durante largo tiempo, que cedió el paso a una progresiva liberación e ilustración en el siglo XX. Fue el comienzo del proyecto más ambicioso de Foucault, un proyecto todavía inconcluso a la hora de su muerte”.
Su libro fue, es, distinto a todos los demás porque “en lugar de perseguir la verdad ilusoria de la sexualidad humana, Foucault se dispuso a examinar su producción”. En una palabra, sintetiza Spargo, “le interesaba menos la sexualidad que su funcionamiento dentro de la sociedad”.
Mientras los psicoanalistas alentaban a sus pacientes, continuando las expediciones freudianas, “a explorar los secretos sexuales que podían esconder la clave de su salud mental y emocional, Foucault comenzó a examinar cómo el psicoanálisis, entre otros discursos, nos invita o, mejor dicho, nos incita a producir un conocimiento de la sexualidad que es, en sí mismo, cultural más que natural, y que contribuye al mantenimiento de relaciones específicas de poder”.
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Foucault, a diferencia de otros historiadores, “insistió en que la categoría de lo homosexual surgió a partir de un contexto específico en la década de 1870 [curiosamente, un siglo exacto antes de la denominada revolución sexual] y que, a semejanza de la sexualidad, es preciso considerarla una categoría construida del conocimiento, y no una identidad descubierta”.
No negaba, evidentemente, que existieran relaciones sexuales entre individuos del mismo sexo antes del siglo XIX. En el Renacimiento, “prácticas sexuales como la sodomía eran condenadas por la iglesia y prohibidas por la ley, se las ejerciera entre hombres o entre hombres y mujeres”. Así, mientras las personas del siglo XVI “se veían obligadas a confesar que habían incurrido en las prácticas sexuales vergonzosas contra la ley divina y terrenal, el hombre de fines del siglo XIX que tenía una relación sexual con otro hombre sería calificado (e inducido a calificarse a sí mismo) como homosexual”, que ya era muy otra cosa. Se comenzó a hacer hincapié “no en las acciones, sino en la condición científicamente determinada del individuo”.
El sodomita había sido una “aberración pasajera”; el homosexual, en cambio, “era ahora una especie. Y se pensó que el homosexual estaba totalmente inmerso en la sexualidad: ésta se hallaba presente en toda su persona, en la raíz de todas sus acciones”.
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El homosexual, por lo tanto, “ingresó en la patología como una clase perversa o anómala, un caso de desarrollo detenido digno de tratamiento; en suma, una aberración de la norma heterosexual. En su condición de tal, estaba sometido a los efectos del control social que lo disciplinaban, marginaban y subordinaban”.
De ahí que, pese a los avances ciudadanos en las sociedades realmente democráticas, “los homosexuales viven aún en un mundo de injurias —dice Didier Eribon en su libro Reflexiones sobre la cuestión gay—; el lenguaje los rodea, los cerca, los designa. El mundo los insulta, habla de ellos, de lo que dicen de ellos. Las palabras de la vida cotidiana, así como las del discurso psiquiátrico, político, jurídico, asignan a cada uno de ellos, y a todos colectivamente, un lugar (inferiorizado) en el orden social. Pero ese lenguaje les ha precedido: el mundo de injurias existe antes que ellos y se apodera de ellos antes incluso de que puedan saber lo que son”.
Por eso los gay se “ocultan” de los demás. Cuando se miran y se reconocen, dice Eribon, hablan, “y hablan de homosexualidad: esto presupone que cada uno de ellos conoce los gustos del otro. Y significa que su complicidad se basa en lo que es preciso llamar una pertenencia común”.
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En la cultura grecorromana, dice Spargo que apuntaba Foucault, “se juzgaba que el deseo y las prácticas sexuales eran temas éticos o morales, pero no la verdad última, reprimida y vergonzosa, de la experiencia humana, como ocurrió más tarde”.
El cristianismo, de acuerdo con Foucault, “creó códigos e interdicciones morales de carácter universal, cada vez más centrados en la verdad del sexo. Mientras para los romanos el deseo tal vez fuese potencialmente dañino, los cristianos lo consideraron, en cambio, intrínsecamente perverso”.
Foucault no fue el primero en postular que la sexualidad se construye socialmente, asevera la ensayista inglesa Spargo, “pero a partir de la década de 1980 su obra fue indudablemente la que más influyó en los nuevos desarrollos de los estudios gay/lesbianos y en los estudios culturales de la sexualidad”.
Sin embargo, hay que reconocer que el término queer no fue en realidad afortunado… si bien con el paso del tiempo ha sido aceptado por la misma colectividad gay al incorporarlo en sus siglas LGBTQ.
Los gay siguen siendo gay y lesbianas las lesbianas. Ninguno desea ser un queer, lo que es decir, tal vez, un anormal dentro de su sexualidad. Porque, además, si lo queer se vuelve normal, si se vuelve respetable, dice Spargo, “si se convierte meramente en otra opción más, deja de ser [evidentemente] queer”.
Y así, tal cual, ha sucedido: lo queer es una inclinación sexual.
Vamos, no en vano a las siglas LGBTQ se le ha agregado, sin discreción ninguna, el signo + para prever alguna preferencia sexual olvidada o aún no considerada o por venir.
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