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Hace ya más de un siglo, León Tolstoi (1828-1910) se preguntó qué era el arte para, a continuación, sentarse a escribir un libro sobre el complejo tema, el cual no pudo resolver por completo su honda duda; pero, a cambio, sí se nos exhibe el escritor ruso demasiado vulnerable en sus teorías, sobre todo cuando se vuelve pesarosamente religioso, que por aquellas fechas lo rondaba la aguda crisis del bien y el mal, que finalmente lo condujo al extravío de las certezas humanas.
“Es necesario, en una sociedad civilizada en que se cultiva el arte —apunta Tolstoi—, preguntarse si todo lo que pretende ser un arte lo es verdaderamente, si (como se presupone en nuestra sociedad) todo lo que es arte resulta bueno por serlo y digno de los sacrificios que entraña”.
El problema debiera interesar tanto a los artistas como al público, “pues se trata de saber si lo que aquéllos hacen tiene la importancia que se cree, o si simplemente los prejuicios del medio en que viven les hacen creer que su labor es meritoria”.
Tolstoi dice que, ante este cuestionamiento, de suyo dificultoso, “el hombre vulgar de nuestra sociedad que se llama cultivada, y hasta el artista, si no ha cuidado mucho de la estética, tienen respuesta preparada: el arte, afirmarán, es una actividad que produce la belleza”, lo que tampoco deja satisfecho al novelista ruso porque, en seguida, se pregunta qué es lo bello en el arte, cómo se lo define, en qué consiste. Pues “a pesar de que millares de sabios lo han discutido durante 150 años, el sentido de la palabra belleza es aún un enigma”. Porque si se entiende por “belleza” simplemente aquello que gusta a la vista, “no hay ni puede haber explicación completa y seria de lo que hace que una cosa guste a un hombre y disguste a otro, o viceversa. De esta manera la estética, desde su fundación [en 1750 por Baumgarten] hasta nuestros días, no ha conseguido definir ni las cualidades y leyes del arte, ni lo bello, ni la naturaleza del gusto”.
¿Qué diablos es, pues, el arte, considerado fuera de esa concepción de la belleza que sólo sirve, según Tolstoi, para anudar aún más inútilmente el problema?
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El novelista ruso selecciona tres definiciones para él válidas: 1) las coincidentes de Schiller, Darwin y Spencer, que dice que “el arte es una actividad que tienen hasta los animales y es resultante del instinto sexual y del instinto de los juegos”; 2) la de Verón, según la cual el arte “es la manifestación externa de emociones internas, producida por medio de líneas, o de colores, de movimientos, de sonidos o de palabras”; y 3) la de Sully, para quien el arte “es la producción de un objeto permanente o de una acción pasajera, propias para procurar a su producto un goce activo y hacer nacer una impresión agradable en cierto número de espectadores o de oyentes, dejando aparte toda consideración de utilidad práctica”.
Sin embargo, pese a que dichas definiciones “demuestran un esfuerzo para sustraerse a la concepción de la belleza”, resultan, al final, “inexactas” porque todas, “sin excepción, lo mismo que las metafísicas, cuidan sólo del placer que el arte puede producir y no del papel que puede y debe desempeñar en la vida del hombre y de la humanidad”. Por eso, para dar la definición correcta del arte, “es necesario, ante todo, cesar de ver en él un manantial de placer y considerarlo como una de las condiciones de la Vida humana”.
Porque, según Tolstoi, “una persona cualquiera es capaz de experimentar todos los sentimientos humanos, aunque no sea capaz de expresarlos todos. Pero basta que otra persona los exprese ante ella para que en seguida los experimente, aun cuando no los haya experimentado jamás”.
Y precisamente sobre esta aptitud “del hombre para experimentar los sentimientos que experimenta otro, está fundada la forma de actividad que se llama arte”.
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Pero existen, dice Tolstoi, varios imitadores, y a esta cuestión dedica muchas páginas de su libro ¿Qué es el arte? —en distintas versiones al castellano—, que es donde se mira entonces demasiado moralista mediando sus teorías entre Dios y los seres terrenales, consiguiendo con ello multiplicar aún más el embrollo: “Todas las imitaciones recuerdan al espectador o al oyente vagas memorias de impresiones artísticas producidas por obras anteriores, pero jamás pueden transmitirnos los sentimientos mismos del artista”, concluye.
Lo imitado puede estar, en efecto, bien ejecutado y ser incluso bello; “pero jamás producirá una verdadera impresión artística, porque le falta el carácter principal, la unidad, el conjunto, esa alianza profunda de la forma y del fondo que expresa los sentimientos experimentados por el artista. A cambio, el imitador, empleando tal método, consigue transmitirnos sentimientos que le fueron transmitidos a su vez, y su obra entonces es un reflejo de arte, no arte”.
Decir que tal “composición es buena porque es poética; es decir, porque se parece a otra obra de arte, es lo mismo que si se dijera de una moneda de plomo que es buena porque se parece a una moneda de plata”.
Y es aquí donde radica la enorme complejidad del asunto, ya que, en una sociedad desilustrada, los parámetros son prácticamente inexistentes: “Hoy se produce una cantidad inmensa de esas obras [falsas e imitadoras] —apuntaba Tolstoi en 1880, pero lo mismo sucede ahora mismo, en 2024—; hay hombres que conocen centenares y millares de obras seudoartísticas y no han visto nunca una sola de arte verdadero, ni saben siquiera en qué se reconoce el verdadero arte”… no porque carezcan del sentimiento adecuado para captarlo, sino acaso porque viven en sentido contrario a las propuestas legítimas de la creación, pues, tal como dice Tolstoi, “no hay escuela alguna que pueda excitar [hacer arder su interior] en un hombre el sentimiento, y menos aún que pueda enseñarle cómo podrá expresar ese sentimiento de la manera especial que le es peculiar”, como en los incisos anteriormente descritos por el mismo Tolstoi tomados de insignes personalidades: en cómo exhibir el íntimo ardor de su sentimiento y en cómo transformar de manera concreta su expresión particular.
Pues Tolstoi se enfrentó con toda esa gente que ensalzaba el falso arte, “críticos” que constituían “una puerta a través de la cual se cuelan las medianías”, tal como sucede todavía en la actualidad, donde el “arte” que se difunde, digamos, en las plataformas electrónicas no es sino la bazofia que comulgan ciertos personajes que se hallan mero arriba del encantamiento digital, del entretenimiento casero, donde no hay arte, ni certezas creativas, ni prolongación de genuinos sentimientos.
No hay posición “más detestable para la facultad creadora de un artista”, ¡decía Tolstoi hace aproximadamente 15 décadas!, “que esta arrogante seguridad absoluta del individuo y este exacerbado [y taimado] lujo que hoy nos aparece como condición indispensable del buen funcionamiento del arte”.
Que eso mismo hoy también viene a ser una irreversible calamidad.
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