No puedo llamarlo cuarentena y mucho menos encierro, aunque sí un absoluto distanciamiento social, por lo menos en lo que respecta al contacto físico directo. Los piquetes de ombligo, la palmada en la espalda, las nalgadas tronadas y los abrazos ahora están ausentes. Sobre todo los abrazos son los que se extrañan, los que en un cálido y apretado segundo llenan el corazón de cariño verdadero.
Y es que mi vida es equiparable un poco a la de un ermitaño urbano que tiene por residencia las calles de cantera rosada del Centro Histórico, por lo que “quedarme en casa” significa hacer casi exactamente lo mismo que antes de que la epidemia comenzara; vivir mis calles, casi sin contacto con nadie para llegar a mis espacios.
Desde que Sol, mi compañera de vida, decidiera encerrarse a manera de precaución, vivo solo, trabajo en mi oficina solo y camino por las calles solo, únicamente en compañía de Cora, mi otra compañerita de vida, y evitando cualquier contacto con la gente.
Aunque todos los proyectos de trabajo que ya llenaban mi agenda durante el año se pospusieron o cancelaron, lo que ha ocasionado una especie de vacío en el bajo vientre y la sensación de una soga apretada alrededor del cuello debido a la inminente falta de dinero, aún estoy terminando algunos que no podían suspenderse por considerarse “esenciales”, pero mi labor también implica el trabajo en solitario, sin contacto físico alguno y, lo mejor, al aire libre.
Debo confesar que durante treinta y siete días alimenté la sesera con las conferencias mañaneras y de las del “guapo” médico de moda, además de todo aquel programa nacional e internacional, de derechas y de izquierdas, que me permitiera dilucidar un poco lo que estaba ocurriendo.
Vi con asco en redes sociales los dimes y diretes de una sociedad totalmente polarizada y fui parte de ardorosos debates que, según yo, pretendían encauzar opiniones hacia eso que llamamos equivocadamente la verdad.
Terminé terriblemente agotado, abrumado y tenso, con frecuentes insomnios que hacían de la hermosa madrugada, una verdadera pesadilla.
Un caluroso día, poco después de declararse la llamada “Fase Tres”, me despertó el canto de los pájaros en mi balcón. Miré mi reloj de pulsera y faltaban pocos minutos para la cuatro de la mañana, por lo que era demasiado temprano para que los pájaros cantaran. Me levanté tambaleante de la cama y abrí las ventanas. Un fresco y reparador viento acarició mi cuerpo desnudo y escuché el apabullante silencio absoluto de toda una ciudad como nunca lo había hecho, y en medio de ese silencio noté el sonoro canto de cientos de aves que nuevamente habían ocupado el Jardin Zenea, como hacía muchos años no los escuchaba. Miré la solitaria calle adoquinada a todo lo largo y cerré los ojos maravillado, sintiendo un refrescante comienzo dentro de mi que en verdad necesitaba. Cuatro fuertes y agudas campanadas seguidas por cuatro más graves y profundas provenientes de la alta torre de mi amigo San Francisco, me avisaban que tenía un par de horas más para dormir y que me esperaba un nuevo amanecer.
No, no puedo llamarlo cuarentena y mucho menos encierro, porque existe la oportunidad de detenernos a buscar dentro de nosotros mismos, un nuevo amanecer y ser mucho más libres que nunca.
Santiago de Querétaro, 29 de abril 2020.