El 15 de mayo de 2017 se cumplieron los 150 años del Sitio de Querétaro y el Triunfo de la República, y aunque no vinieron el entonces Ejecutivo Enrique Peña Nieto ni el secretario de la Defensa nacional, sí se hizo un gran acto organizado por mi general de Brigada, DEM, Carlos César Gómez, comandante de la 17ª Zona Militar, el cual congregó en la Plaza Fundadores de La Cruz a lo más granado de la Secretaría de la Defensa Nacional y de la Secretaría de Marina, así como al gabinete local y municipal, encabezados por Francisco Domínguez Servién y, a la sazón, Marcos Aguilar Vega, respectivamente. Tuve la oportunidad de cumplir mi sueño, consistente en hablar en ese acto en tan significativa fecha, como lo habían hecho Fernando Ortiz Arana en 1967 y Mariano Palacios Alcocer en 1972.
Una vez cumplido mi gran deseo sentí seca la garganta y me dirigí a la marisquería “La Trucha Feliz”, en el barrio mágico de San Gregorio, frente a la capillita del siglo XVIII, donde me encontré el show de Luis Ramón Almada y la logística de su bella novia, Verónica Rueda, con los que me quedé departiendo hasta altas horas de la noche, mismos que se fueron a otro compromiso y me dejaron solo. Amorcillado contemplé entre las penumbras del restaurante a un grupo de hombres vestidos de militares y levitas que chacoteaban con ruidosas carcajadas en el fondo del local. Por lo que alcancé a oír sabían mucho de la historia del Sitio de Querétaro y paré mis dos orejas para no perder detalle.
Empezó a hablar un chaparrito de barba de candado, de unos 36 años, que se llamaba Miguel Atenógenes Miramón Tarello, el cual dijo que “San Gregorio está muy cambiado a como lo conocí allá en 1867, lleno de piedras, magueyes, órganos y lagartijas, sitio clave en la defensa de la ciudad y que no pude tomar el 14 de marzo por culpa del hijo de putas de Leonardo Márquez que inventó una emergencia al Emperador en La Cruz. Me acuerdo que uno de mis más fieles seguidores de este barrio era un tal “Nagua Blanca”, indígena cogelón que no dejaba una para comadre”. Otro, regordete con uniforme rojo, se dijo ser el general Florencio Antillón, mismo que entre carcajadas le reclamó a Miramón que “por poquito me matan tus tropas al agarrarme cagando atrás de la iglesia de San Gregorio ese día en plena batalla; ni siquiera me limpié”. Las sonoras carcajadas me sacaron de mi borrachera y continué escuchando la charla histórica.
Miramón se lamentaba que el cerro de San Gregorio se hubiera llenado de comercios e industrias que le quitaban su magia original, de barrio fundacional de la queretanidad. Ahora, dijo, “está lleno de algunos escuincles que se las truenan con crack y de un pervertido sexual que se abre el abrigo o gabardina para enseñar sus miserias a las jóvenes estudiantes de la zona, hasta a las del Tec de Monterrey. Si lo veo lo capo al hideputas”.
Un hombre alto, barbón, huesudo y con orejas gigantes, que dijo llamarse Mariano Escobedo, contó que “habiendo instalado su cuartel general en el cerro de Patehé ahora veía ese rumbo lleno de grandes edificios que le quitaban su aire provinciano a Querétaro y que lamentaba que esos piratas inmobiliarios hallan acabado con tanta fauna y flora endémicas y hayan tapado la cueva llena de murciélagos, donde tantos queretanos del siglo XIX y XX se estrenaron en el amor”. Un peloncito de Jalisco tomó la palabra y dijo ser Ramón Corona, mismo que comentó lo bonito que ahora lucía el entonces estéril e insignificante Cerro de las Campanas, mismo que fue arbolado hasta 1939. Por su parte, otro general, de nombre Sóstenes Rocha, le comentó a Miramón: “querido condiscípulo en el Heroico Colegio Militar, mejor nos hubiéramos muerto en la batalla de Chapultepec para ser niños héroes y más famosos que estos cabrones. Cómo recuerdo la batalla del 27 de abril de 1867 en El Cimatario, al sur de Querétaro, cuando a las cuatro de la mañana yo me descuidé y llevé a bañar a mis mojosas tropas al Río Blanco por La Cañada, porque ya apestaban mis hombres a pura chingada, y que tomas Casa Blanca y El Cimatario y en lugar de sacar al Emperador de la ciudad sitiada te ganó la ambición y te apoderaste de miles de rifles, vacas, bueyes, sacos de maíz, balas de cañón y cañones y junto con la plebe queretana en el saqueo tus movimientos se hicieron lentos y así pude regresar con mis hombres a El Cimatario a mediodía y tu triunfo se convirtió en derrota definitiva porque ya nunca más podrías salir de la ciudad”. Miramón asintió que en efecto, fue una batalla cruenta que dejó más de diez mil hombres muertos en las faldas de ese cerro y que los pendejos del siglo XX creían que allí hubo un cementerio y no esa cruenta lucha del 27 de abril. Miramón felicitó al exgobernador Rafael Camacho Guzmán que haya gestionado en El Cimatario el parque nacional y evitado que asesinos ecológicos fraccionaran el mismo y a su vecino el cerro de “El Ermitaño”.
Un tal José Luis Blasio, secretario particular de Maximiliano, estalló en risas cuando les comentó a los tertulianos que “el 6 de marzo de 1867, acompañé a mi jefe al Cerro de las Campanas a instalar el cuartel general, cuando de repente quiso conocer la cueva de dos metros de ancho y siete de profundidad y sale una pareja de enamorados a medio vestir con los jugos corporales escurriéndoles por todo el cuerpo”.
Después de mucho rato se atrevió a tomar la palabra un indio circunspecto, con uniforme de general de división color verde, al que nombraban como José de la Luz Tomás Mejía, quien visiblemente enfermo de hemorroides salió a pelear el 24 de marzo desde La Alameda a la hacienda de Casa Blanca, musitando con voz apagada que felicitaba a Mariano Palacios, gobernador, y a Manuel Cevallos Urueta, alcalde, por haber transformado la hoy Alameda Hidalgo como un espacio digno, al mismo tiempo que lamentaba que la hacienda en cita se hubiere convertido en hostales de paso y en restaurantes de postín carísimos, con raciones mínimas, y que la colonia del mismo nombre y la de más arriba hayan erosionado el cerro de El Cimatario, ese que en 1867 lucía lleno de árboles y otras especies vegetales y animales.
Ya en los postres, los comensales le pidieron a Mariano Escobedo hablar con la verdad sobre la supuesta traición de Miguel López a Maximiliano para entregar la ciudad la madrugada del 15 de mayo o reiterar la mentira oficial de que se tomó la plaza a sangre y fuego. Por una vez en su vida, el general orejón, como lo llama Paco Ignacio Taibo II, dijo que diría la verdad: “que Miguel López solamente hizo lo que su compadre Maximiliano le pidió y que éste, Max, creía que lo dejarían marchar a Austria, creyendo en el Derecho de Gentes, cosa que no estaba en la agenda de don Benito Juárez”. También le exigieron a Escobedo que explicara si de verdad fue el 18 de junio de 1867 al convento de Las Capuchinas a ofrecer la libertad a Tomás Mejía por haberle salvado la vida en Río Verde durante la Guerra de Reforma, a lo que Escobedo contestó: “no lo hice personalmente, pero sí le pedí al secretario general de Gobierno del estado de Querétaro que lo hiciera, es decir, al abogado Hipólito Alberto Viéytez, y el presidente Juárez lo supo entre el 5 y 6 de julio de ese mismo año cuando pasó por la ciudad y conoció el cuerpo de Maximiliano. Nomás me dijo don Benito que Mejía era un indio valiente, pero no me regañó por haberle ofrecido la libertad, cosa que Mejía rechazó por no ir en esa oferta ni Miramón ni Maximiliano”.
Yo seguía atónito la escena hasta que el juerguista bromista de Miramón me pidió que les consiguiera un guitarrista para amenizar la noche, por lo que me acordé de Luis Ramón Almada y de Vero Rueda para que regresaran, además de reclamarles que me hubieran dejado dormido en ese lugar.
Nomás al llegar Vero Rueda el mujeriego de Miramón le echó el perro, pero además Ramón Corona le pidió a Almada que no fuera a cantar canciones hermafroditas ni poner los labios de mamilas como Manuel Mijares. Rápido comenzaron las parodias entre republicanos contra imperialistas, pidiendo al cantor Almada Ugalde lo mismo “La Paloma”, “El Cerro de Las Campanas”, “Los Cangrejos”, “Adiós Mamá Carlota” que el “El Queretanito” en que don Benito Juárez, con los huevos en la mano, mandó a chingar a su madre al pobre Maximiliano.
En medio de lo más prendido de la velada, a la hora de las canciones más bailables, Miramón invitó a bailar a Verónica una pieza atrevida que parecía lambada y no vals, por lo que Luis Ramón, molesto, paró su música, pero una mujer rolliza, sonrosada como puerquito, de piernas zambas y malhablada, apodada “La Carambada”, le hincó su pistola en las costillas al cantante para que siguiera la fiesta al tiempo que lo abofeteaba y se armaba el Rosario de Amozoc. De repente, desperté en mi casa completamente credo y Conchita me puso una caguiza de órdago. Les vendo un puerco de 1867.