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Sandra, la mexicana que vive en el frío

HISTORIA: JOSÉ ANTONIO GURREA C./LALUPA.MX

Son las 3 am. A bordo de su camioneta de tres y media toneladas, Sandra Peña avanza vertiginosamente por blancas montañas, caminos nevados, lagos congelados, a la caza de auroras boreales. El “ritual” tiene lugar de agosto a mediados de abril cuando en el Yukón canadiense —situado en el subártico americano, a dos mil 400 kilómetros al norte de Vancouver— arriban los cielos nocturnos de otoño y de invierno, y las luces del norte comienzan a ser visibles.

Foto: Rocío Ruiz

Armada con una aplicación que le muestra la probabilidad de ver las auroras, Sandra, sin dejar de mirar de reojo el cielo, se dirige hacia las cercanías del lago Tagish. Al llegar, ella y sus cuatro acompañantes —mexicanos, como en la mayoría de sus excursiones— descienden de la camioneta. A los pocos minutos, ahí, frente a ellos, aparecen unas luces verdes en forma de flamas y nubes que “danzan” frenéticamente en el horizonte, en medio de la oscuridad ártica.  

Poco importa que el reloj marque las tres de la mañana, que el termómetro registre 35 grados bajo cero, o que minutos antes los presentes vinieran dormitando en el vehículo. En ese instante, ante el fascinante espectáculo, todos aplauden, brincan y gritan jubilosos… algunos se abrazan. Son afortunados, pues abundan los viajeros que llegan a estos lares y se quedan con las ganas de observar a las caprichosas luces boreales, el impredecible fenómeno que tanto ha impresionado a los seres humanos a través de los siglos.

Sandra —quien no ha perdido la capacidad de asombro, pese a haber visto el espectáculo en innumerables ocasiones— observa el horizonte, entrecierra los ojos y evoca a los primeros pobladores de estos vastos territorios, para quienes las auroras boreales son los espíritus de quienes han fallecido danzando en el cielo nocturno: “… como negarme a presenciar esos momentos en donde los espíritus visitan este mundo / ¿Será que los espíritus todavía extrañan el olor de la madera cuando quema? / ¿Será que extrañan la fragancia del agua de los lagos y ríos? / Quizás sólo quieren tocar una vez más la vida”.

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En la página de Nomada Excursions, la empresa que fundó en 2019 (https://www.nomadaexcursionsyukon.com/), Sandra, quien arribó al Yukón en 2006 luego de vivir en la Columbia Británica y Monterrey, se define como “diseñadora de joyas a tiempo completo, amante de la naturaleza, excursionista y aventurera”. El nombre de su negocio no puede ser más acertado, pues Sandra es, precisamente, eso: una nómada que decidió vivir a más de 8 mil kilómetros de Xalapa, Veracruz, lugar donde nació hace 47 años.

Foto: Rocío Ruiz

Desde sus tierras mexicanas, Sandra, de sangre indígena, se hizo acompañar por el misticismo, y al llegar al Yukón —específicamente a Carcross— logró conectar, casi de inmediato, con los pueblos originarios del norte de Canadá (los tagish), quienes la adoptaron y la hicieron su hermana.

“Los nativos se portaron muy buena onda. Inmediatamente me vieron y me preguntaron: ‘¿de qué tribu eres?’. ‘He de ser olmeca’, les dije. ‘¿Pero de donde es eso?’, les dije de México. Ese mismo día me empezaron a decir little sister”, dice divertida. Narra, además, que con el tiempo Louis, la matriarca del clan, se convirtió en su madre espiritual. “Soy la primera mexicana, la primera latina, que es adoptada en una tribu indígena en el norte”, subraya con orgullo en su conversación con lalupa.mx.

Pero la aventura de Sandra en el norte comenzó años antes, cuando en 1998 dejó Xalapa, “donde no había ni chamba ni oportunidades de desarrollo”, y partió a Monterrey a estudiar diseño gráfico. Fue, ahí, en la capital de Nuevo León donde se enteró de un programa de intercambio a Canadá, a través del cual arribó a Canbrook, en la Columbia Británica, donde se quedó seis meses, retornó a México y, posteriormente, regresó para quedarse.

“Decidí quedarme. Conoces a alguien, te enamoras, te casas, tienes un hijo, te divorcias… y dices: ‘ya viajé, ya estoy en Canadá, ya me casé, ya tuve a mi hijo, estoy a punto de divorciarme. ¿Qué hago ahora? Vámonos a viajar un rato’, y así es como llegué al Yukón”, platica Sandra, quien hoy vive con su nueva pareja en una pequeña cabaña, al pie del lago Tagish, muy cerca de Carcross.

Con Roman, su esposo, en el lago Tagish

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Luego de contactar a Sandra vía redes sociales, sostuvimos nuestro primer encuentro cara a cara en Whitehorse, la capital del Yukón, una ciudad que cuenta con poco más de 25 mil habitantes, es decir, el 70 por ciento de toda la población de ese territorio canadiense. Situada a la orilla del río Yukón, en la latitud 60°43′ —el Círculo Polar Ártico se halla en la 66°33′—, la urbe es llana, sin inmuebles altos y con un trazo perpendicular, aunque se encuentra enmarcada por tres montañas nevadas al tope: Grey Mountain al este, Mount Sumanik al noroeste y Golden Horn Mountain al sur.

[En esa ciudad —que nos dio la bienvenida con una feroz borrasca, temperaturas muy por debajo del cero y noches que se prolongan hasta las 10 de la mañana— comprobamos lo que ya sabíamos de oídas: el sabor muy intenso que tiene la carne de bisonte, pero tan disfrutable como el que posee un queso azul, un café turco o un aceite de oliva extravirgen. También confirmamos que las mejores hamburguesas elaboradas con esa carne se encuentran en un restaurante llamado Dirty Northern Public House: algo así como ¡Casa Pública Norte Sucio!]

Whitehorse, la capital del Yukón

A la hora acordada, Sandra nos recoge en el hotel Sternwheeler, y mientras enfila por la Alaska Highway hacia Carcross rememora sus inicios en el Yukón canadiense: “Mi comunidad (los tagish) me enseñó a sobrevivir aquí… desde cómo hacer un hoyo en el hielo para sacar el agua hasta cazar, pescar y vivir como los primeros pobladores. Llegué al Yukón ignorante y aquí como una niña chiquita empecé a aprender todo otra vez… Yo llegué como madre soltera… Después de que me divorcié, estuve completamente sola con mi hijo y mi vida”.

Sandra camina sobre un lago congelado

Para allegarse de recursos económicos en Canadá, Sandra se olvidó del diseño gráfico y comenzó a crear arte y joyería artesanal. “La gente de aquí se interesa mucho por el arte y —en la Columbia Británica— me estaba yendo muy bien”, recuerda. Cuando emigró al Yukón eso la llevó a escoger Carcross —situada a 74 kilómetros de Whitehorse—. Una comunidad muy pequeña con alrededor de 300 personas —que pertenecen a los pueblos originarios— pero donde en verano arriban miles de turistas provenientes de los cruceros que atracan en Skagway, Alaska, una población que se halla a sólo 104 kilómetros de distancia.

En su taller de joyería, en Carcross

“Vi la oportunidad de turismo y dije ‘aquí me quedo’”. Sin embargo, con la llegada del invierno, se acabaron los cruceros, se acabó el turismo y no hubo ventas. Durante los primeros inviernos, se empleó en la principal tienda del pueblo, donde conoció y entabló amistad con Louis, quien a la postre se convertiría en su madre espiritual.

No obstante, cuenta que la joyería le permitió estar en contacto con turistas latinoamericanos, quienes le pedían consejos para poder visitar lugares locales. Un invierno, Sandra dejó la tienda del pueblo y comenzó a trabajar como guía en diversas empresas de viaje. Ahí, no sólo halló turistas que la discriminaban por ser mexicana. También se dio cuenta de los precios tan inflados que manejaban esos negocios y de que con su estrategia de esperar la aurora boreal en lugares fijos se desaprovechaba su potencial.

Todo ello la motivó a montar su propio negocio. Fue un proceso lento que implicó, primero, ahorrar dinero para poder independizarse y luego comenzar muy poco a poco, dirigiendo excursiones en un Toyota Corolla, un tanto destartalado. Pese a que muchos pensaron que fracasaría, los turistas la empezaron a buscar. Fueron varias las razones: Sandra fue la primera en “perseguir” la aurora boreal, en lugar de quedarse en un sitio esperando que diera inicio el espectáculo de luces, como hacen las otras empresas. Comenzó a ofrecer servicios 100% en español y a vender paquetes más accesibles a los crecientes turistas latinoamericanos. Y algo muy importante: se diversificó. Nomada Excursions no sólo sale a cazar la aurora boreal. La compañía también organiza tours en español por el “verdadero” Yukón (Caribou Crossing Tour), además de Alaska y el Círculo Polar Ártico, entre otros alucinantes lugares.

Con Roman, en el Círculo Polar Ártico

 “Estoy en un negocio donde la mayor parte de los dueños son hombres blancos, los guías son extranjeros y no viven aquí, sólo vienen por temporada. Me di cuenta que tenía mucha ventaja al hablar español, abrir un espacio a los latinoamericanos y darles un tour precisamente 100% en español”.

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Rodeada de lagos y altas montañas, Carcross es deslumbrante. Se trata de un pequeño poblado, hogar histórico de los tagish —sí, los mismos que adoptaron a Sandra, la little sister—, una de las 14 culturas nativas (first nations) que habitan el Yukón, donde se halla el Carcross Desert, que es promocionado como “el desierto más pequeño del mundo”.

En Carcross Desert

En este pueblo, Sandra nos muestra, con un dejo de orgullo, el enorme totem pole —una muestra del arte tagish—, que se halla en el centro de la comunidad; la Matthew Watson General Store, la tienda más antigua aún abierta en todo el Yukón —donde trabajó algunos inviernos, hoy cada vez más lejanos—, y hace énfasis en el Caribou Hotel y sus historias de espíritus y fantasmas. También nos detenemos en la Estación de Tren, todos viejos edificios de finales del siglo XIX y principios del XX. Carcross, como Whitehorse y Dawson City —600 kilómetros al norte—, surgió en el contexto de la fiebre del oro que tuvo lugar aquí al término de los 1800’s.

El totem pole de Carcross.

Durante la travesía —que nos lleva hasta Fraser, en la frontera con Alaska— Sandra va desgranando trozos de su anecdotario. Narra la vez que se quedó atrapada en una tormenta de nieve, junto con una pareja mexicana: un piloto retirado y su esposa, quienes llegaron al Yukón a cazar la aurora: “Él había visto las auroras muchas veces desde el avión, pero nunca desde la tierra… Esa noche nos tocó una mega nevada en donde no sabes donde comienza y donde termina la carretera. Era muy noche y estábamos bien lejos”.

Cerca de Fraser, en la frontera con Alaska

—¿Te espantaste?

—Sí, estaba muy espantada. Lo peor que podía pasar es que hubiéramos tenido que dormir en la camioneta, mientras la temperatura no bajara a menos 50 bajo cero estaba bien, algo más que eso sí hubiera sido preocupante. Había mucha nieve… La gente tiene que estar consciente e informada de que esto puede convertirse en un tour extremo en cualquier momento. Por eso yo no admito niños.

—¿Y tus pasajeros?

—Estaban muy seguros de que yo iba a manejar la situación. Es muy bueno que el pasajero confíe en el guía. Al final, con muchos trabajos, pudimos llegar.

Por fortuna, no todas son tormentas de nieve. Sandra Peña sonríe cuando recuerda que en octubre pasado tuvieron avistamiento de Grizzlies. “Eso fue lo más raro y loco que me ha pasado. Mi esposo estuvo de guía conmigo esa noche, tenía la camioneta llena de mexicanos, casi no vimos la aurora, pero sí muchos osos. Andaban en la noche volteando piedras y buscando comida y estaban bien grandotes. La primera noche vimos tres, la segunda dos y la tercera dos osos y un lobo gris que le dio de vueltas a la camioneta. Eso es lo más bonito que he visto, los animales”.

—Supongo que tiene sus riesgos.

—Siempre hay que tomar precauciones. El tour se realiza en medio del bosque. Entonces es muy probable que en la noche te encuentres animales. Tienes que bajar con un spray para osos y con una bengala, porque puede ser peligroso.

En un caso similar al de Paul Bowles, quien era un nómada irredento hasta que conoció Tánger, ciudad marroquí de la que se enamoró, Sandra Peña llegó hace 18 años al Yukón, y le ocurrió algo semejante que al escritor estadounidense.

“El Yukón tiene un significado espiritual muy especial, me trae balance. Yo soy de las personas que creen que mientras el lugar siga dando, es porque todavía te recibe, todavía tienes que estar aquí, y cuando un lugar ya no da, uno se tiene que mover. Es lo que me pasó en Columbia Británica, por eso me moví para Yukón. Aunque económicamente no me faltaba nada, emocionalmente había terminado ahí. Ya no me estaba alimentando. Pero este lugar, después de 18 años, todavía me sigue proporcionando lo que necesito para vivir de la manera que a mí me gusta. Disfruto mucho mi trabajo, me gusta mucho seguir aprendiendo y este es el lugar donde los aprendizajes nunca terminan”.

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El autobús se detiene a orillas del río Yukón (en las afueras de Whitehorse) frente al SS Klondike II, designado Sitio Histórico Nacional de Canadá en 1967. Se trata de un barco de vapor con ruedas de paletas que nos remite, como primer referente, a la época de Huckleberry Finn y la vida en el Misisipí, región donde estos buques comenzaron a navegar desde finales del siglo XIX. Sin embargo, si de literatura hablamos, nos encontramos más en los terrenos de Jack London que de Mark Twain. Sí, el escritor extremo que relató en muy conocidas narraciones —Colmillo blanco y La llamada de la selva— la fiebre del oro que tuvo lugar por estos lares entre los años 1896 y 1899.

Y aunque erróneamente algunos vinculan tanto al SS Klondike I (que encalló en 1936 y se hundió) como al SS Klondike II con la quimera del oro (Chaplin, dixit) —seguramente porque ésta tuvo lugar en el río Klondike, un afluente del Yukón—, en realidad estos barcos tuvieron un papel protagónico años más tarde, específicamente entre finales de la década de los 20 del siglo pasado y principios de la los 50, cuando los sistemas de aguas continentales eran el único medio de conexión entre las comunidades del Yukón —ambas naves no sólo llevaban gente, sino también mercancía—. Una vez que se construyó una carretera entre Whitehorse y Dawson City, en 1950, los mejores días del SS Klondike II terminaron. Sus años de servicio concluyeron oficialmente en 1955.

Desde octubre de 2023, el SS Klondike II se encuentra en intensas labores de restauración y renovación, y, por el momento, no se pueden hacer visitas a su interior. De cualquier manera, decidimos ir a echarle un vistazo por fuera, pues hay demasiada historia en esa icónica nave. Sin embargo, al llegar a las orillas del río Yukón, donde se halla el buque, nos topamos con una fuerte ventisca con gélidos vientos de alrededor de 50 kilómetros por hora y una temperatura de casi 30 grados bajo cero.

Con muchos trabajos logramos abrir la puerta del autobús y, al bajar, lo primero que sentimos es un latigazo de aire gélido en la cara. La fuerza del viento es tal que, ya abajo, apenas nos podemos sostener en pie. La intensa borrasca nos hace tambalear y avanzamos con dificultad. En un momento dado, estamos a punto de abortar la misión y regresar al vehículo, pero pesa más el empeño por ver de cerca al SS Klondike II, por lo que a pie firme aguantamos las inclemencias del tiempo, y nos aproximamos, lo más que podemos, al barco de vapor. Qué impresionantes se ven las ruedas de paletas, el más antiguo de los motores hidráulicos que más tarde sería sustituido por las hélices marinas.

El SS Klondike II, navegando en 1941

Para poder manipular el celular, en busca de imágenes, nos despojamos del doble guante que cubre nuestra mano derecha. No lo hubiéramos hecho. Rápidamente constatamos que a 30 grados bajo cero el frío arde, duele e, incluso, puede llegar a quemar. Pese al doble calcetín térmico y a las botas especiales los pies también duelen. De acuerdo con expertos, a esa temperatura una persona puede morir congelada en 10 minutos si sale al aire libre y sin protección.

De hecho, no hace falta que haga tanto frío. La sensación, y sus efectos, se multiplican hasta 14 veces si hay humedad, y más de 30 si hay agua. El viento tampoco ayuda,

En este entorno, la ropa es fundamental para poder protegernos del frío extremo. De entrada, es necesario usar varias capas, todas térmicas: chamarra, una o dos camisetas, doble pantalón, botas de invierno de -40°C, así como guantes dobles —los interiores de tela; los exteriores, impermeables de piel— gorro, calcetines dobles. En las capas, tres o cuatro, se encuentra la clave. Es aconsejable, antes de llegar al Yukón, rentar, vía online, parte de la ropa: la chamarra térmica doble, los pantalones de peto térmicos, las botas de invierno, los dos guantes, así como el gorro se encuentran disponibles en varias tiendas digitales de Whitehorse, quienes entregan las prendas en el hotel el día de la llegada. Hay paquetes que van desde una hasta ocho noches con precios que oscilan entre los 155 y los 300 dólares canadienses (es decir, de los 2 mil 200 a los 4 mil 300 pesos).

Al entregarnos las botas, nos explican que este tipo de calzado consta de tres partes: la bota en sí, una bota interior que brinda más protección y, finalmente, un recubrimiento exterior destinado a aislar principalmente de la humedad.

Una paradoja: mientras la borrasca amenaza con derribarnos y sentimos sus afilados y gélidos piquetes en la parte del rostro que tenemos descubierta, el río Yukón, en contraste, se encuentra congelado.  En ese estado, parece tan manso e inofensivo, pero no es así. Se trata de uno de los ríos más salvajes de América del Norte.

En El río de la luz, una de sus obras fundamentales, el fallecido periodista de viajes Javier Reverte narra su periplo por el “imprevisible y traicionero” Yukón, río que recorrió en canoa junto a un grupo de ocho aventureros. Fueron 750 kilómetros y 13 días —precisamente entre Whitehorse y Dawson City—, navegando nueve o diez horas al día en tres canoas, “salvando los duros tramos de rápidos y corrientes” de ese largo torrente que inicia en las Montañas Rocosas, en la Columbia Británica, y que más de tres mil kilómetros después desemboca en el helado mar de Bering, en el traspatio de Siberia.

Exploradores atraviesan el Chilkoot Pass (en la actual frontera entre el Yukón y Alaska) durante la fiebre del oro de finales del siglo XIX
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Last modified: 21 septiembre, 2024
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