Era la madrugada del 22 de abril de 2020 un intenso frío me despertó. Había sido un día muy caluroso y dormía sobre la colcha. Me metí rápidamente por debajo de las sábanas para abrazarme del calor de la ropa de cama. Al poco rato noté que no había servido de nada, en ese momento tiritaba de frío y sentía calor al mismo tiempo. ¡Diablos!, exclamé, tengo fiebre. Pasaron varios minutos para que me decidiera a ir por el termómetro y el paracetamol. Me sentía muy agotada. Me frenó pensar en el recorrido que debía realizar para ir a la recámara donde había hospedado a mi madre, algunos días después que declararán la cuarentena en mi ciudad.
Finalmente hice un esfuerzo, me levanté y caminé hasta la habitación donde mi mamá dormía plácidamente. Agarré el termómetro, constaté que mi fiebre pasaba de los 38.5° y, angustiada, tomé una pastilla de paracetamol. Desde ese momento comencé a tomar ese fármaco como si se tratara de pasitas con chocolate, pues la fiebre me bajaba y me subía como en un juego infantil. A cada subida, mi mamá, mi hija y Moy se asustaban, ingería el paracetamol, la calentura se me bajaba, y entonces la angustia desaparecía y me comenzaban a decir: «no tienes nada”, “es una pequeña infección en la garganta” ,“ya verás que no te volverá a subir la fiebre”.
Pero a las 4 o 5 horas ya traía de nuevo la temperatura en los 39°. Mis pensamientos, entonces, se movían tan rápido como mi fiebre. En esos momentos, toda llena de ansiedad, pensaba lo peor: seguro tengo coronavirus, pero ¿dónde me contagié? ¿Habrá sido en el tianguis?, pero no voy desde hace 17 días, además use doble cubrebocas y me desinfecté varias veces las manos. Luego cuando llegaba la tranquilidad, pensaba, al igual que mi familia, que era una infección de rutina en la garganta y que días después me estaría riendo de mis pensamientos catastróficos, pues además de la fiebre no tenía ningún otro síntoma del malvado bicho. Lo cierto es que cada día que pasaba con calentura me convencía más y más de que estaba luchando contra un virus muy poderoso y que éste tal vez era el Covid-19.
Al tercer día, al ver que no mejoraba, decidí llamarle a una médica que da consultas a domicilio. La incertidumbre aumentó. De entrada, ella confirmó que se trataba de una infección viral, no bacteriana y me dijo que todavía podía desarrollar los síntomas del Covid-19 pues sólo tenía tres días con fiebre. Por lo tanto me dijo que tenía que realizarme la tan temida prueba. «Busque, usted, un laboratorio que dé servicio a domicilio para que no se arriesgue saliendo a la calle», sugirió.
Todos en mi casa entraron en negación. Aunque la médica recomendó cubrebocas para todos en casa y aislamiento, nadie quiso acatar las medidas y la verdad yo tampoco lo quería. Me sentía tan vulnerable y débil con la fiebre que no opuse resistencia. Mi hija se acostaba a mi lado y me abrazaba, yo le decía que la iba a contagiar, y ella me decía: mami, tú no tienes coronavirus.
Mi madre entraba con mucha desconfianza a mi recámara, pero sin cubrebocas. No me percaté, en esos difíciles días, que mi mamá tenía días sin quejarse de su dolor crónico en el hombro, del mal de la cintura que la tortura a diario y no la deja caminar, de la resequedad de sus ojos y de todos esos males de los cuales se lamenta cada que viene de visita.
En lugar de querellas, mi madre, incansable, subía y bajaba de su recámara a mi habitación, y viceversa. Entraba, salía, me ponía paños fríos en la cabeza, los exprimía y no se quejaba de la poca fuerza de sus manos deformadas por el reumatismo. En esos momentos su energía no correspondía con la de una mujer de 79 años. A ella lo único que le importaba era bajarme la fiebre y que yo me recuperara. En esos días de incertidumbre ella me hacia la comida junto con mi hija, limpiaba la casa y hasta tejía. En fin, mi madre, como muchas otras, sana cuando algún hijo enferma.
EL DÍA DE LA TEMIDA PRUEBA
Y llegó el día. Con doble guante, doble traje, con careta y cubrebocas el técnico me tomó la muestra. Mientras realizaba el procedimiento miraba a mi madre con incredulidad. No podía creer que esa pequeña mujer estuviera parada junto a mí como si nada. La prueba, por cierto, me dejó una fuerte irritación en la garganta y la nariz que me duró varios días con dolor y una persistente tosecita.
Mi mamá acompañó al técnico del laboratorio hasta la puerta, y en ese pequeño tramo le sacó toda la sopa: el laboratorista le dijo que los vecinos lo vieron muy feo al entrar con su traje especial y que comenzaron a murmurar que si habría algún infectado en el condominio. Ella, a su vez, se quejó con él de los días que debíamos de esperar para conocer los resultados (entre 4 y 5). Al final cuando se despidieron en la puerta de salida escuché una risita de mi madre.
Desde que comenzó la cuarentena siempre pensé que, por alguna razón, las personas con quien estamos es con quien necesitábamos estar en ese momento. En estos días lo he confirmado.
En este sentido, las llamadas no fueron muchas, pero sí de las personas más importantes. José Antonio hizo el mayor esfuerzo para no mostrarse preocupado en cada llamada, a pesar de que es la persona más hipocondríaca que conozco. Mi hijo, con sus palabras centradas y amorosas, como siempre. Y mis hermanos, que aunque preguntaban por mí, su preocupación más fuerte era la salud de mi madre.
16 MEDICAMENTOS DIARIOS
La medica me había prescrito tres antibióticos diferentes para tratar de cubrir todos los frentes, además de antihistamínicos, analgésicos, más todos los medicamentos contra la diabetes y la hipertensión que tomo diariamente. Mi estómago se quejó inmediatamente y tuve que incluir otros medicamentos extras: omeprazol, melox y difenidol. Entonces en un día tomaba 16 medicamentos para mantenerme protegida y viva.
Mientras ingería todos esos medicamentos casi cada hora y después de pasar por la prueba del Covid 19 (que costó 4 mil pesos), me preguntaba tristemente: ¿qué pasará con todas esas personas que no tienen para pagar todo esto?; me dolió aún más oír mi propia respuesta. Por eso agradezco el apoyo emocional y económico de José Antonio y Moy, que fue fundamental para mi recuperación.
Por fin, tras cuatro días más de incertidumbre llegaron mis resultados. No me alegre tanto como yo pensaba, creí que había librado la batalla con el más fuerte pero no fue así, peleé con un peso welter y lo vencí. Por el momento no quiero volver a luchar, aún no me recupero del todo, y aunque en el futuro me prepararé para el peso completo, pues la amenaza persiste, espero con todo mi corazón que esa batalla nunca llegue.
PD. Aunque en esos días en la familia trataban de mostrar calma, ahora sé, me lo han dicho, que en realidad todos estaban asustados, pues pensaban que era muy probable que yo cargara con el temible virus. No era para menos, en esos días bajé más de dos kilos, mis ojos se hundieron, mis labios se veían morados y resecos. Cuánto agradezco que nadie me lo haya recalcado, todo con el propósito de no preocuparme.