Autoría de 3:30 pm Cartas desde la Cuarentena

Hijo de la guerra fría – José Antonio Gurrea C.

«No sé qué estrellas son estas
Que hieren como amenazas,
Ni sé qué sangra la luna
Al filo de su guadaña.
Presiento que tras la noche
Vendrá la noche más larga…”
Luis Eduardo Aute

Soy hijo de la guerra fría. Me explico. Nací meses antes de la llamada crisis de los misiles, un conflicto que puso al mundo al borde de una guerra nuclear y que se originó cuando un avión espía estadounidense descubrió bases de misiles nucleares soviéticos en territorio cubano, es decir a menos de 200 millas de suelo gringo.

«La crisis de los misiles se originó cuando un avión espía estadounidense descubrió bases de misiles nucleares soviéticos en territorio cubano».

Cierto. Tras el término de la segunda guerra mundial, habían ocurrido varios episodios de máxima tensión entre las dos superpotencias (ambas, empecinadas en querer imponer su sistema de gobierno), pero fue esa una de las ocasiones cuando el mundo estuvo más cerca de una guerra nuclear, lo que seguramente hubiera significado el fin del género humano, y, de paso, mi muerte prematura.

Aunque ese diferendo pudo zanjarse y la Unión Soviética dio marcha atrás a su proyecto a cambio de algunas concesiones estadounidenses, desde ese lejano 1962 hasta años después de 1989, cuando cayó el muro de Berlín, mi vida (como la de muchos millones) transcurrió con un dejo de zozobra.

Fueron casi cuatro décadas durante las cuales la guerra fría ocupó muchas de las conversaciones de sobremesa y dio pie a numerosos ensayos, novelas, cuentos, obras de teatro, poemas, pinturas, exposiciones fotográficas; a cientos de películas y series de TV, así como a decenas de canciones de diversos géneros musicales.

Aún niño, recuerdo remotamente varios episodios derivados de esta confrontación ideológica: la guerra de Vietnam, la invasión a Checoslovaquia, las recurrentes tensiones en Berlín, las largas negociaciones entre ambas potencias que a veces no llevaban a nada. Años más tarde, ya en los 80, las bravuconadas del ex presidente Ronald Reagan (quien gobernó Estados Unidos desde 1981 hasta 1989) y su llamada “guerra de las galaxias” que no era otra cosa que un proyecto para colocar misiles nucleares en satélites estadounidenses, es decir militarizar el espacio exterior. Estábamos convencidos de que un infausto día este guerrerista ex actor de Hollywood enloquecería y apretaría el botón nuclear.

Quienes habíamos visto Dr. Strangelove, la excelente película de Stanley Kubrick en tono de humor negro, observábamos aterrados las semejanzas entre Reagan y el general Jack D. Rippe, quien en el filme lanza un ataque nuclear contra la URSS, sin autorización del presidente gringo. Ambos halcones estaban obsesionados con las presuntas o reales conspiraciones comunistas, y descreían de la política de distensión. De hecho, el ex presidente llamaba a la Unión Soviética “el imperio del mal”, y durante su mandato ordenó un masivo incremento militar y practicó una política de intervenciones militares en todo el mundo.

Todavía recuerdo con estupor aquella ocasión, en 1984, cuando Reagan iba a comenzar un discurso y pensando que el micrófono estaba apagado exclamó: “Compatriotas: me complace anunciarles que hoy firmé una ley que proscribirá a Rusia para siempre. Comenzaremos a bombardearles en cinco minutos”.

Aunque juró que se trataba de una broma, en realidad esas eran sus verdaderas intenciones: aniquilar al “imperio del mal”, aunque en su propósito exterminara al planeta entero. Durante los ocho años de su régimen el mundo varias veces estuvo en riesgo. Que las cosas no pasaran a mayores contribuyó, sin duda, la llegada al poder soviético de Mijail Gorbachov, un político fresco, negociador, que se propuso democratizar el cerrado sistema comunista con su célebre perestroika. Si el fanático Reagan se hubiera encontrado con alguien igual de intransigente que él, digamos un Stalin, seguramente la raza humana ya no existiría.

Poco después de que comenzara el segundo mandato de Reagan como presidente, en el aniversario 41 de la caída de la bomba atómica sobre Hiroshima, Gabriel García Márquez pronunció un intenso discurso («El cataclismo de Damocles») en repudio a la carrera armamentista donde describió de manera muy puntual lo que sucedería con el planeta en caso de una guerra nuclear. Lo ahí dicho reflejaba el terror en que muchos vivíamos.

En ese reino de las cucarachas, como lo definía el Nobel de Literatura, me veía muerto o en búnkers construidos en el subsuelo. Por aquellos años siempre pensé que lo mejor era morir en el preciso instante del estallido nuclear. Eso era preferible que sobrevivir afectado por la radiación o mal vivir en un refugio, encerrado por meses o aun por años. Sólo de imaginarme en uno de esos lugares yo, siempre hipocondríaco, comenzaba a somatizar: me faltaba el aire y sentía palpitaciones y mareos, claros síntomas de la claustrofobia. Esa inquietud no me abandonó sino hasta años después del término de la guerra fría.

«No estoy encerrado en un búnker ubicado en el subsuelo y hay alimentos suficientes, pero no, no basta». Foto: Norma Ortiz Campuzano

Con sus matices, por supuesto, pero hoy, de cierta manera, vivo desde hace casi 70 días esa pesadilla tan temida durante años. Y yo que pensé que me había librado de ella para siempre. Insisto, hay diferencias: el mundo no está en ruinas y no estoy encerrado en un búnker ubicado en el subsuelo. Tengo comodidades y hay alimentos suficientes, pues el desabasto no ha pegado tanto como muchos lo suponían. Tengo cine y libros de sobra para un decenio y, si faltaran, en línea hay como para un siglo. Tampoco estoy totalmente aislado, pues hay Facebook, Twitter, WhatsApp, Telegram y esa nueva maravilla llamada Zoom, que lo mismo sirve para tomar clases o realizar reuniones de trabajo que para emborracharse con los amigos o departir con los seres queridos.

Pero no, no me basta. Por el contrario, me causa estrés estar mucho tiempo alejado de la calle. Ansiedad, no poder recorrer a pie el centro histórico queretano, como lo hago habitualmente, y donde me gusta adentrarme en los numerosos cafetines y bares de la zona. Frustración, abstenerme de visitar la sala Rosalío Solano, la Cineteca Nacional de la CDMX, el Corral de Comedias o las librerías. Tristeza, no poder viajar a nuevos y viejos lugares. Pero hay algo adicional: lo que más me azora, me sacude, de estos tiempos es el sinsentido de que un abrazo, una caricia o un beso, las manifestaciones humanas más poderosas para comunicarnos con los otros, o para recibir o transmitir emociones, puedan ser más mortíferas que el veneno más letal.

«Tengo cine y libros de sobra para un decenio y si faltaran, en línea hay como para un siglo».

Nuestra realidad actual se asemeja más a una obra fantástica o surrealista que a un relato realista. Sí, esta pandemia parece un absurdo salido de una cinta de Buñuel (acaso El ángel exterminador por la reclusión aparentemente sin sentido de un grupo de comensales, o El discreto encanto de la burguesía por las incongruencias que se viven en la trama) o de un libro de ciencia ficción de los 50-60 del siglo pasado, precisamente de los años de la guerra fría. Pero si en aquella época la amenaza era corpórea, hoy un bicho invisible que mide tan sólo entre 50 y 200 nanómetros nos tiene acorralados y en cuarentena forzada. Sólo para tener algunos referentes: las uñas crecen un nanómetro por segundo, una célula madre mide 200 mil nanómetros, una hormiga, 10 millones y un ser humano dos mil millones de nanómetros. ¡Qué gran disparate!

«Esta pandemia parece un absurdo salido de una cinta de Buñuel, acaso El ángel exterminador por la reclusión aparentemente sin sentido de un grupo de comensales».

El encierro, además, amplifica los pensamientos negativos sobre la fragilidad de nuestro organismo y los riesgos que corremos. Hace un par de semanas, en plena madrugada, me despertó un ardor en la garganta. Por unos minutos, que se hicieron eternos, pensé que el malvado virus había invadido mi organismo. Cuando me espabilé por completo me percaté que había dormido con la boca abierta y que lo que tenía era una mera irritación. Sin embargo, esta situación me puso a pensar que sucedería en caso de que alguno de los tres integrante de la familia cayera enfermo. ¿Dónde nos atenderíamos o a quién recurriríamos si nos da una infección estomacal, un dolor de muelas o, algo peor, una peritonitis, por ejemplo? ¿Meternos a un hospital? Ni locos. ¿Ir al consultorio de un médico lleno de enfermos? No, tampoco suena como opción viable.

Por eso la consigna en casa es: ¡prohibido enfermarse! Mientras esto dure, alcohol y café con moderación, vitamina D3 de 5000 unidades una al día, una dosis similar de Pulmonarom para fortalecer el sistema inmune, así como comidas lo más sanas que se pueda: cero chatarra, mucho pescado y pollo asado, carnes rojas magras, nada con exceso de grasas, además de frutas y verduras a granel y ejercicio diario… único punto, que, debo admitirlo, no he podido cumplir a cabalidad.

Aun con todas esas medidas de prevención, como ya lo he dicho, hay días en que se asoma la desazón y es cuando tomo conciencia de lo vulnerables que somos, de que la muerte, esa que nos acompaña desde que somos concebidos, se está paseando por nuestras calles, nuestros parques, nuestras plazas y que nos puede atrapar en cualquier momento. Una ida al banco o al centro comercial, que son los únicos lugares a los que acudo desde hace más de dos meses, conlleva sus riesgos, es como jugar a la selección natural. ¿Qué ocurrirá conmigo si llego a contagiarme? ¿Seré del grupo de los asintomáticos? ¿Contagiaré a mis seres queridos? ¿Sólo tendré los síntomas de una fuerte gripe o me enfermaré de neumonía? ¿Tendré que hospitalizarme o podré capotear la enfermedad en casa? ¿Si caigo en un centro médico me tendrán que intubar? ¿Sobreviviré, tendré secuelas o moriré sin poder despedirme?

«Antes de que la tristeza y la bilis negra me atrapen, me protejo con trabajo, con la inacabable faena de un portal informativo que en estos difíciles días casi ha triplicado la emisión de noticias».

En esos momentos, antes de que la tristeza y la bilis negra me atrapen por completo, me protejo con trabajo, con la inacabable faena de un portal informativo que en estos difíciles días casi ha triplicado la emisión de noticias. Si antes de la cuarentena el equipo de LaLupa.mx «subía» 120 materiales periodísticos a las semana, ahora publica entre 260 y 300. Esto no es nuevo para mí. Cuando se trata de periodismo me convierto en un auténtico workalcoholic. No me pesa trabajar hasta 16 horas diarias de domingo a domingo, y menos todavía si eso me aleja de pensamientos catastróficos o de las angustias claustrofóbicas propias de los encierros.

Sin embargo, estoy consciente de que estoy trabajando de más y de que, en esta búsqueda de la salud óptima, no debo desvelarme tanto. Por ello, todos los días antes de irme a la cama, por ahí de las 4 am, me digo que voy a bajarle al ritmo del trabajo, y parar máximo a medianoche. Sin embargo, he descubierto que debido a que traigo el reloj biológico al revés, es precisamente a partir de esa hora cuando tengo un mejor aprovechamiento. Resultado: me sigo durmiendo a las 4 am, y despierto a las 11 am. En resumen, un verdadero caos que no me permite dedicarme a otros asuntos, como, por ejemplo, tener más actividades con Andoni, mi hijo adolescente, quien a pesar de tener clases de inglés en línea, está en receso en la prepa y, por ende, la mayor parte del tiempo se aburre como una ostra.

«Antes de la cuarentena leía cuatro libros al mes; hoy, sólo he leído tres en 60 días: La guerra del futbol, de Kapuscinky; Mejor que ficción, de Jorge Carrión  y Laberinto, de Eduardo Antonio Parra».

Hay otras pasiones que también he dejado de lado. Fuera de los abundantes materiales de trabajo, y de reportajes, notas y columnas sobre los temas de coyuntura, escribo y leo a cuentagotas (antes de la cuarentena leía cuatro libros al mes; hoy sólo he leído tres en 60 días: La guerra del futbol, de Kapuscinki; Mejor que ficción, de Jorge Carrión (una reelectura de esta compilación de crónicas periodísticas), y Laberinto, de Eduardo Antonio Parra. Veo series y películas en dosis pequeñísimas (quizá también porque el cine en streaming no es lo mio y extraño el ambiente de un cinematógrafo): El hoyoHogar y una serie de ciencia-ficción: Into the night, muy ad-hoc con estos demenciales tiempos. En esta producción belga de Netflix a la humanidad no la mata un virus, sino el sol.

«Fuera de los materiales de trabajo, que son abundantes, y de reportajes, notas y columnas sobre los temas de coyuntura, leo a cuentagotas». Foto: Norma Ortiz Campuzano

Por el contrario, escucho música todo el día: en streaming, en CD, en vinil, en prácticamente todos los formatos. Un ecléctico cóctel musical me acompaña mientras trabajo. Lo mismo Roxy Music que Buena Vista Social Club; Pink Floyd que Silvio Rodríguez; David Sylvian que Sufjan Stevens; Steven Wilson que Joaquin Sabina; Camel que Guty Cárdenas…

«En esta cuarentena escucho música todo el día: en streaming, en CD, en vinil, en prácticamente todos los formatos».

¿Qué nos espera con la llamada «nueva normalidad»? Sólo más confusión y más polarización política. Por una parte, la gira presidencial podría dar el mensaje equivocado de que llegó el momento de relajarse. Por otra, en las circunstancias actuales, junto con el regreso a las calles, a las escuelas, a los trabajos, siempre estará presente el riesgo de que se disparen los casos. Y ni siquiera se podría hablar de un rebrote, pues en nuestro país no ha terminado la primera gran ola de contagios, como ya ocurrió en Europa.

A la premura mostrada por el gobierno federal, habrá que agregar la incertidumbre sobre el número de muertes que provocará el Covid-19 en México: proyecciones del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) hablan de que el país podría llegar a las 132 mil muertes al 1 de septiembre. Por su parte, Hugo López-Gatell ha tenido que ir rectificando sobre la marcha sus propios números: el 4 de mayo el subsecretario estimó en 6 mil el total de defunciones, sin embargo, esa cifra fue rebasada el 20 de mayo, apenas dos semanas después de sus declaraciones. Ahora, con diez mil fallecidos en México, el funcionario ha tenido que corregir y ya habla de una previsión de 30 mil muertos en total. Aún así se trata de una diferencia enorme: 100 mil decesos. ¿Quién tiene la razón? ¿Cuáles fueron las metodologías usadas en ambos casos? Hay más dudas que certezas.

Para documentar aún más el pesimismo, sólo dos datos:

  •  En estos días varios virólogos han dado a conocer que hay 12 nuevos virus desconocidos albergados en animales salvajes y en la naturaleza. «El covid es sólo la punta del iceberg, por lo que se esperan nuevas pandemias», advirtieron.
«Hoy 31 años después de la caída del muro de Berlín, Donald Trump, un fanfarrón en plena precampaña electoral,  se ha enfrascado en una absurda carrera armamentista con Rusia».
  •  Como en una especie de eterno retorno nietzscheano, comencé este texto hablando de la crisis de los misiles, de las bravuconadas de Ronald Reagan y de como el fin de la guerra fría alejó los peligros de una conflagración nuclear. Hoy 31 años después de la caída del muro de Berlín, Donald Trump, un fanfarrón en plena precampaña electoral,  se ha enfrascado en una absurda carrera armamentista con Rusia y con China. Apenas hace unos días anunció su retiro del programa de cielos abiertos que permite a Washington sobrevolar el territorio ruso y a Rusia sobrevolar el gringo con el fin de recolectar datos de las fuerzas armadas y las actividades militares. No es todo. El bélico mandatario también amenazó con retirarse del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas. Si sus advertencias prosperan estaríamos ante el regreso de la carrera armamentista, como en los tiempos de la llamada guerra fría, con el agravante de que Putin no es Gorbachov.

En este entorno de desazón, incertidumbre y ruindad, cada vez estoy más convencido de que cuando esto pase ni habrá reconversiones humanas ni tampoco arrepentimientos o más conciencia ecológica o social. Temo decepcionarlos: no estamos ante el advenimiento de un nuevo ser humano ni de un nuevo sistema que aniquilará al capitalismo salvaje. El rapaz, el mezquino, el egoísta, el cretino, el villano, lo seguirán siendo. El generoso, el noble, el solidario, el bienintencionado, también. Parafraseando al Serrat de «La Fiesta»: «volverá el pobre a su pobreza, volverá el rico a su riqueza, el avaro a sus divisas y el señor cura a sus misas».

JOSÉ ANTONIO GURREA C, DIRECTOR GENERAL DE LALUPA.MX, ES PERIODISTA DESDE HACE MÁS DE 35 AÑOS. ES AUTOR DE EL LARGO Y SINUOSO CAMINO DE LA TRANSPARENCIA (REPORTAJES); ATISBOS (NARRATIVA); PERIPLOS (CRÓNICAS DE VIAJE) Y OTREDAD (CRÓNICAS Y REPORTAJES)HA OBTENIDO, ENTRE OTROS RECONOCIMIENTOS, EL PREMIO ALEMÁN DE PERIODISMO WALTER REUTER, EL PREMIO DE COMUNICACIÓN PAGÉS LLERGO Y EL PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO QUE OTORGA EL CLUB DE PERIODISTAS.
FACEBOOK: JOSÉ ANTONIO GURREA
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Last modified: 22 septiembre, 2021
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