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Mirando el asunto con severidad, tal vez el problema radique, en realidad, en las costumbres del nuevo espectador globalmente electrónico, que recibe con delectación —incluso mórbida— todo lo que procede de la invención tecnológica sin reparar en posibles objeciones, como su inmersión totalitaria (sí: totalitaria, no total, no completa, sino brutalmente enfervorizada, fanatizada: o todo o nada) en el orbe financiero de las novedades del mercado; es decir, en su inmediata aceptación del mundo de la red (mensajes, personalizaciones, lecturas, aplicaciones, descargas, impresiones, involucramientos, seducciones, filtraciones, sugerencias, enamoramientos, comunicaciones, rumorología, visiones), que ha destruido el aserto aquel que decía que todo lo nuevo era instantáneamente rechazado o, por lo menos, enfáticamente visto con renuencia.
Las cosas, esta vez, no han sido así.
Porque desde la infancia se los alecciona a ser partícipes de la electrónica: ¿cuántos niños ahora, antes de estudiar la secundaria, conversan, se comunican, se fascinan con, son inducidos por y están adentrados, enteramente sumergidos, en sus pequeñas pantallas para no quedar rezagados en el planeta del consumo tecnológico?
Esta aceleración de las edades ha logrado, en parte, el triunfo de la momentaneidad informática: de la tele a la red sólo hubo un mínimo paso, de la noticia al escabroso —y tal vez inservible— video noticioso en la computadora también hubo sólo un exiguo paso, de los paparazzi a los chismes cibernéticos sólo hubo necesidad de rozar una tecla en el celular.
Los niños, muchos de ellos, acaso la mayoría, no creen, por ejemplo, en la utilidad de los libros sino, más bien, en la inutilidad de ellos (de los libros, no de los niños). En el siglo XX numerosos adolescentes reclamaban, a veces airadamente, a los escritores y a los periodistas su empeño de recomendarles la lectura porque… preferían, según su (válido) argumento, ¡comprarse una torta que gastarse el dinero en libros o periódicos! Era mejor ahorrarse, decían, los cinco pesos del costo de un diario que consumirlo en la información social. ¡Hoy, una nutrida adolescencia carga consigo aditamentos digitales con valor superior a los cinco mil pesos!
Parodiando a Bob Dylan, habría que observar que los tiempos siempre están cambiando.
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Hoy todo tiene que ser demasiado rápido, pues el que camina con lentitud constantemente va a ser rebasado. Las distancias ahora ya no se miden en kilómetros, sino en megabytes. Por eso los procesadores de información ya no caben en un papel: lo han desplazado; de allí a la [tórrida, simplificadora, lógica, ingeniosa, hasta cierto punto ya manida] teoría de la desaparición física de los impresos no hubo más que un breve y acelerado paso.
Sí: un día las ediciones de papel van a finalizar (precisamente porque las nuevas generaciones no quieren moverse de donde están: si lo tienen todo en sus manos, ¿para qué buscar en los extemporáneos kioscos de las calles una revista que pueden leer, o vislumbrar, gratuitamente en sus milagrosos receptores digitales?); pero, ¿a quién le corre la prisa que los impresos se vayan raudamente difuminando si no al empresariado introducido en estas maquinaciones de la nueva tecnología, seguido por los aficionados a los usos electrónicos, que miran estos instrumentos como fascinante e imprescindible esnobismo monetario, razón por la cual ahora tenemos millones de canales en la red digital, cada uno apresurado en poseer cientos de miles de visualizadores que los hará ganar dinero cómodamente desde su casa?
Y aquí me surge una pregunta, que hasta el momento nadie ha podido responderme: ¿por qué esa acogida tan fervorosa por la novedad, por un lado, y, por el otro, ese desdén por lo anteriormente realizado?
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Pareciera una abrupta e indecible separación de la humanidad: en esta esquina los que aprecian las invenciones del pasado y en esta otra los que se desvelan por los soportes contemporáneos. Unos contra otros, no unos comprendiendo o animando a los otros. Yo no recuerdo que los recibidores de la televisión avizoraran —y se alegraran por ello— la desaparición del cine. Con los discos de vinilo fue otra la situación: sencillamente los ejecutivos discográficos dejaron de circularlos en el mercado, obligando (apremiando, forzando, coaccionando, imponiendo) a los melómanos a modificar sus costumbres.
Lo que a mí me ha inquietado del augurio final de las comunicaciones del papel no ha sido su ponderación inmediata del soporte electrónico, sino el modo —digamos— cultural en que ha sido éste acogido: otorgando prioridad a las banalidades y dejando en el reposo lo reflexivo; para decirlo con otras palabras: engrandeciendo el pop mercantilizado y minimizando el rock vanguardista, retratando con esto, acaso sin querer, las manidas e insustancializadas mentalidades de los que se han dedicado a expandir esta inabarcable red electrónica. Porque, vamos, ¿qué puede uno decir del creador, por ejemplo, de Facebook sino que era un despreciable voyeurista perseguidor de sus sinuosas compañeras universitarias, hoy —evidentemente— imbatible respetado megamillonario?
Por eso el tema de la cultura se ha ido quedando rezagado. Porque los hacedores de esta fase tecnológica de la comunicación carecen de conocimientos culturales, porque han crecido intelectualmente desamparados o, mejor, se han desarrollado bajo el cobijo e influjo de estas esferas de la superficialidad, asiéndose a ellas como si fueran la base de la vida misma. Pues hoy en día, y esto lo podemos constatar incluso en las gráficas oficiales, la desilustración en la ciudadanía se ha desparramado como el virus incógnito que nos ha sumido en esta pandemia que ha modificado la cotidianeidad fr las personas. De allí que el problema del abismo generacional entre las masas electrónicas y el personal de papel —por nombrarlos de alguna forma identificable— podamos encontrarlo en esta suerte de extravío o deslumbramiento mediático: las lecturas han sido descatalogadas de los estudios básicos para introducir a los alumnos en las navegaciones por Internet, tareas imprimiendo párrafos inleídos, búsqueda de informaciones aleatorias sin analizarlas, bajar músicas momentáneas en los circuitos de las redes sociales, mirar en los diversos portales los calzones de JLo o de Scarlett Johansson —o cualquier nueva actriz que haya impactado por su belleza física— cuando caminan por la alfombra roja. Etcétera. Y no se diga más ahora que, por la sanitaria reclusión, se implantó la obligatoriedad de la educación por línea beneficiando, aún más, al empresariado de las nuevas tecnologías. Vamos, ¿quién no se refiere hoy en día a estos temas en conversaciones casuales? Los caricaturistas jaliscienses Trino y Jis en uno de sus programas de Canal 22 se introdujeron, de lleno —por lo menos ese día que decidí mirar su Chora para distraerme un momento de las presiones laborales—, en hacer chistes a partir de sus vivencias digitales dejándome sumamente inquieto porque no había más conversatorio entre ellos que los sucesos vertidos en las redes sociales.
4
Y la poesía está dormida en sus propios laureles. Hoy es más importante un compositor que un poeta. Y aunque a los compositores les digan también poetas acaso por una convencionalidad teórica, en la práctica no todos acaban siéndolo.
Es cierto que ahora no deben estar desligados los oficios periodísticos, pero por lo menos es necesario pulir (limpiar, refinar, profesionalizar, educar, mejorar, especializar, impulsar) las diversas disciplinas —periodismo escrito, de la web, televisivo, radiofónico— para no caer en una mediana improvisación, pues no necesariamente (dada su particular formación universitaria o su específica inclinación autodidacta) un reportero de un medio escrito sabe hacer periodismo televisivo, ni uno radiofónico sabe establecer comunicación en la web, ni uno televisivo forzosamente tiene que saber escribir. Por eso luego hay una nutrida mediocridad en los medios, porque están personas al frente que no tienen idea de lo que están haciendo: locutores que no han leído un libro en su vida, mujeres de cuerpos sinuosos que analizan (es un decir) el futbol simplemente porque les gustan los jugadores, reporteros que no saben escribir, tuiteros que opinan de todo con faltas de ortografía, reporteros radiofónicos sin dicción, entrevistadores por televisión que no saben hacer preguntas, reporteras que —aunque a las feministas les incomode la aseveración— a la menor provocación están entregando su intimidad por convenir, acaso en una turbada ambigüedad de sentimientos encontrados, a sus intereses particulares.
En fin, la simulación como eje aleatorio de la profesión. ¿Y el espectador qué lugar ocupa en estas contiendas y desequilibrios profesionales si acepta con facilidad todo lo que los medios le entregan? Vivimos, sin duda, el descarado artificio de la improvisación como si fuera el arte imperturbable de la inequívoca era electrónica.
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Y si a esto sumamos la ira contemporánea de los empresarios de la comunicación y de periodistas acostumbrados a los mimos financieros del Ogro Filantrópico, el resultado es justo el que percibimos hoy en día en los informativos de todo tipo: como nunca antes, los periodistas se han convertido en juzgadores de la realidad, intolerantes con cada decisión del Estado, autoritarios con los que ellos mismos llaman autoritarios sin mirarse en el espejo (en el canal de paga 152 José Cárdenas, por ejemplo, nombra como un hecho a La Jornada como el Granma mexicano sin haber mencionado, jamás, a diversas publicaciones en el pasado que se arropaban millonariamente en los dineros del erario con el consentimiento de la clase política, siempre atentas —las publicaciones— al sometimiento ejercido por las autoridades respectivas… pero ahora que un diario como La Jornada es revestido gubernamentalmente con delicados insumos económicos descobijando a otros medios que antes no sufrían de estos notorios cortes presupuestarios, entonces, y sólo entonces, se visibilizan los favoritismos políticos, y sólo entonces, hasta ahora, cuando los periodistas desfavorecidos exhiben sus irascibilidades, es cuando los celos y las envidias salen a relucir disfrazados de crítica social. Antes de la administración morenista en el poder, todos los Granma encubiertos pasaban por medios veraces y moralmente éticos.
Ajá.
Porque ni una cosa ni la otra, por supuesto, benefician las entrañas de la certeza informativa.