Autoría de 5:00 am #Opinión, José Antonio Gurrea C. - De Memoria • 6 Comments

Insolencia- José Antonio Gurrea C.

“No, no, y no… Ni crea usted que yo voy a comer en un restaurante. Si el gobernador me está invitando a comer, tiene que ser en palacio de gobierno. Si yo fuera el que lo estuviera invitando a México, le abriría la puerta de mi casa, jamás lo invitaría a un restaurante. ¡Qué descortesía!… “

El director de la filial queretana del periódico editado en la CDMX no da crédito a lo que sus oídos escuchan. ¡Cuánto engreimiento, cuánta altanería!… Lleva casi 500 días al frente del periodico, pero esta es la primera vez que el minor le llama por vía telefónica… y no por alguna cuestion editorial, sino por un asunto baladí, frívolo, totalmente absurdo.

Estamos en septiembre de 2017 y el director editorial se ha pasado cuatro meses organizando una exposición fotográfica con motivo del aniversario del impreso donde labora. Se trata de montar en la Alameda queretana una muestra con una selección de las mejores portadas y fotografías publicadas a lo largo de los años de vida de ese rotativo.

Es un proyecto motu proprio, no encargado por sus superiores, a través del cual, el director pretende consolidarse en el puesto que ocupa en la capital queretana desde 2016. Para la inauguración de la muestra, ha invitado, entre otros, al gobernador, al presidente municipal capitalino y, por supuesto, al dueño del impreso y a su hijo, el minor.

Tras meses de trámites, lo mismo ante las autoridades de cultura del municipio como del comité organizador de las celebraciones del diario, al fin cuenta con todos los permisos y el material que se expondrá ya va en camino a Querétaro. Por ello, ese día —el de la llamada del minor— se encuentra ultimando detalles frente a la Alameda, junto con integrantes de los gobiernos estatal y municipal, así como de algunos representantes del periódico, cuando el móvil comienza a sonar.

—“Buenas tardes, señor… Lo voy a comunicar con el vicepresidente” —escucha, desde el otro lado de la línea, a una voz femenina sobreactuada, que simula amabilidad.

En el casi minuto que transcurre entre el anuncio de la asistente y el comienzo de la comunicación con el hijo del empresario, la imaginación del director editorial comienza a volar: supone, de entrada, que el minor, quien nunca lo había llamado hasta ahora, lo va a felicitar por todo el trabajo desarrollado para montar la exposición… Bueno, matiza, quizá no tanto: “tal vez sólo me va a hacer algunas sugerencias sobre las piezas escogidas para colocar en las rejas de la Alameda, o al menos unas preguntas sobre el protocolo o sobre qué funcionarios van a asistir”. En su rostro se percibe claramente una mueca de satisfacción.

Sin embargo, el motivo de la llamada nada tiene que ver con la agenda y los intereses del encargado de la filial queretana. Agresivo, casi a gritos, el vicepresidente lanza una amonestación que toma desprevenido al editor y lo baja a la tierra al instante: “Le llamo para recordarle que en esta empresa el unico director general soy yo”. El reclamo lo desconcierta totalmente. Lo siente como algo no sólo fuera de lugar, sino también injusto, incluso delirante.

—Eso siempre lo he tenido claro, señor —atina a responder el director editorial, quien se encuentra totalmente aturdido, sin saber las causas de esa especie de juicio condenatorio donde no hay contexto alguno.

—Pues no parece. Acabo de leer el programa del próximo viernes, donde usted aparece como el primer orador…

De cierta forma, el director editorial respira aliviado, y no deja terminar al hijo del empresario.

— Yo no asigné el orden de los oradores, fue la jefa de asistentes del presidente ejecutivo. Si ese es el problema, aquí está conmigo, vino al scouting a Querétaro, y ahora mismo le digo que cambie el orden —responde recuperando un poco la seguridad.

—No, no me refiero a eso… A mí no me importa quién va a hablar…

El editor de la filial queretana se encuentra de nuevo totalmente descolocado, y no atina a pronunciar palabra alguna.

—… en el programa del día, usted aparece con el cargo de director general de la filial de Querétaro, pero usted, escúchelo bien… usted es sólo un director editorial… el unico director general en la empresa soy yo… que le quede claro —dice el minor levantando la voz y en tono imperativo.

El director editorial no puede creer tanta impertinencia. Nunca, en sus más de 50 años de vida, había escuchado tal sarta de disparates.

—Ya le dije que eso siempre lo he tenido claro, señor. Yo no elaboré el programa del día, alguien de su oficina o de la de su padre, el presidente ejecutivo, lo hizo… Creáme, yo no tuve algo que ver…

—Quiero una investigación lo más rápido posible, y quiero un reporte. No puedo tener una plantilla que desconoce cuáles son los cargos y las responsabilidades que tiene cada quien dentro de la organización.

— No se preocupes por eso, señor. La tendrá en breve… Durante algunos segundos, el periodista espera una disculpa, pero ésta nunca llega…

—¿Alguna otra cosa? —pregunta, entonces, a manera de despedida, deseando que el empresario cuelgue ya y desaparezca.

— Sí. ¿Dónde vamos a comer con el gobernador?

El editor responde sin imaginar que el aluvión de necedades será aún más inclemente:

—En la Hacienda La Laborcilla. Precisamente hace un rato fuimos para allá a checar toda la logística, y…

—¿Cómo? ¿En una hacienda…? ¿Está hablando en serio? —vuelve a levantar la voz, iracundo, el hijo del empresario, quien de nuevo, atrabiliario, interrumpe al director.

El periodista piensa que esto es ya demasiado, que la actitud del dueño ya linda en los ámbitos de la patología. Siente que está inmerso en una pesadilla, y quiere salir corriendo. No obstante, es consciente de que, al menos en ese momento, no puede hacerlo, por lo que trata de abonar en favor de la propuesta de gobierno del estado.

—Es una hacienda del siglo XVIII totalmente restaurada, y en medio, entre jardines y fuentes, se encuentra el mejor restaurante de Querétaro —enfatiza tratando de aparentar calma y con tono de promotor turístico.

—¡No, no y no…! —explota el minor.

—De hecho, la gente que vino de México a hacer el scouting ya dio el visto bueno al lugar —argumenta el periodista tratando de que el hijo del dueño entré en razón.

Pero el empresario está fuera de sí, y lanza un alud inclemente de frases arrebatadas, precipitadas, violentas.

 —A mí me importa un comino lo que piensen o lo que digan. Yo no voy a comer en un restaurante. Si el gobernador me está invitando a comer, tiene que ser en el palacio de gobierno. Si yo fuera el que lo estuviera invitando a México, le abriría la puerta de mi casa, jamás lo invitaría a un restaurante. ¡Qué descortesía!… ¡¿Quién se cree ese gobernador?! ¡Yo soy el hijo del dueño del periódico más importante de México, no un cualquiera!

—Sólo le recuerdo que el organizador de la exposición soy yo. El gobernador es un invitado más, y…

El director editorial es nuevamente interrumpido por el minor, quien dominado por sus emociones ya no escucha ni entiende de razones.

—Mire… no me importa lo que usted crea… si no hay comida en el palacio de gobierno no voy a Querétaro. ¿Entendido?…

El editor se dispone a responder, cuando del otro lado de la línea se escucha un click… El vástago del dueño ha decidido interrumpir la conversación.

El director editorial se queda con el celular en la mano, profundamente arrepentido de haber tenido la idea de organizar la exposición. Está furioso, y en ese momento tiene ganas de renunciar no sólo al proyecto, sino a la empresa. Sabe, sin embargo, que no lo puede hacer. Es inviable, pues el proceso va muy avanzado. Se recarga en un auto estacionado enfrente de la Alameda, y respira profundo. Deja pasar, tres, cuatro, cinco minutos. Comienza a tranquilizarse y a pensar con más claridad: “¡Al diablo, yo no voy a mover un dedo para cambiar la sede de la comida; si ese sujeto no quiere venir, que se joda, él se lo pierde”!

Minutos después se encuentra de nuevo con el grupo que ya casi termina de afinar la logística de la inauguración. Se acerca, entonces, a la jefa de asistentes del presidente ejecutivo, y discretamente la aparta y le narra lo ocurrido minutos antes con el hijo del dueño. La zalamería de la mujer le regresa la indignación:

— “Por supuesto que tiene razón, son los dueños del mejor diario del país. ¿Cómo van a comer en un restaurante? ¡Eso es impensable!” —dice la asistente que media hora antes elogió, hasta cansarse, al restaurante propuesto por el gobierno del estado.

— ¿En serio, eso piensas? —le dice sorprendido el director editorial, quien esperaba encontrar si no apoyo, al menos algo de empatía ante tanta estulticia.

— Claro que eso pienso… ¿Qué esperabas que te dijera?

—Me desconciertas. Hace menos de 40 minutos apoyabas la propuesta del restaurante…

—Pues ya cambié de opinión… ¿Cómo la ves?

—¿Y qué piensas hacer?

—Yo nada. Tú eres el director general en Querétaro. Te vas a tener que sentar con la gente de gobierno del estado para hacerles ver la contrariedad de nuestro vicepresidente ejecutivo.

El director editorial está atónito.

—A ver, espera, espera. Yo no soy el director general en Querétaro, soy el director editorial… ¡Así que tú fuiste la del error que me costó una cagada!

— ¿De qué hablas? ¿Cuál error? ¿Cuál cagada? —La asistente abre los ojos sorprendida.

—Tú hiciste el programa del día y pusiste que mi cargo era el de director general…

—Sí, claro. ¿No lo eres?

— ¡Te estoy diciendo que soy el director editorial, no el director general! Me pusiste un puesto equivocado, y el minor ya me cagó, “pues el único director general en la empresa es él…” —Esta última parte la entona con abierto sarcasmo.

—Yo pensé que era lo mismo… ¿Cuál es la diferencia? —La mujer se sonroja, está realmente confundida.

—¿Hablas en serio? Tienes más de 20 años en la empresa…

Abrumada, la jefa de asistentes del presidente ejecutivo no sólo ha bajado la guardia, también ha perdido la seguridad, y, con ella, la prepotencia que mostraba hace minutos.

—¿Qué hacemos, entonces, con el asunto de la comida? —pregunta con cierta timidez, tratando de desviar el tema que le abochorna.

—Hablando de cargos, tú eres la directora de relaciones públicas de la empresa. Por eso, tú eres la que te vas a tener que sentar con la gente de gobierno para que cambien el lugar de la comida…

— Debo de regresar a México ya… —exclama en un último y vacilante intento de zafarse de la despreciable encomienda.

—Pues haz una llamada, manda un mensaje, envía una señal de humo… pero esa es tu responsabilidad, no la mia. Yo no me veo haciendo ese oso… Mucha suerte. Nos vemos el día de la inauguración, buenas tardes.

PD1 Una semana más tarde, conforme a lo programado, se llevó a cabo la inauguración de la muestra fotográfica con la asistencia del gobernador, el dueño del periódico, su esposa, varios integrantes del gabinete estatal y hasta uno que otro exgobernador… Ah, y, por supuesto, el minor, señal inequívoca de que la comida sería en palacio de gobierno, tal y como ocurrió. Por cierto, el alcalde —del mismo partido del gobernador, pero de diferente grupo político— no asistió, lo que provocó el enojo de los dueños del rotativo.

PD2 La jefa de asistentes, quien cometió el error de atribuirle al director editorial el cargo de “director general”, en el programa de la inauguración, se convirtió en noticia cuatro años después, cuando en un nuevo yerro —éste, de proporciones mayúsculas— omitió especificar el monto de los dólares que su jefe ingresó a Guatemala y, con ello, provocó que lo que debía ser una discreta boda, acabara en medio del escándalo, la polémica y los despidos.

***

—“Buenos días, señor… Lo voy a comunicar con el vicepresidente” —escucha, el director editorial, desde el otro lado del móvil, a la misma voz femenina sobreactuada de septiembre de 2017.

Esta vez, febrero de 2018, el periodista no piensa ya en reconocimientos, ni en saludos afectuosos. Conoce a su interlocutor, así que de inmediato se pone en guardia para aguantar la andanada de despropósitos.

—Seré breve. Quiero una explicación. ¿Por qué el alcalde que nos desairó cuando fuimos a Querétaro aparece todos los lunes en la portada del periódico?

El editor sonríe para sí mismo. Tanta inepcia ya no le sorprende, tampoco le enoja. A lo sumo le provoca pena ajena.

—El periódico, y pensé que usted lo sabía, tiene suscrito, desde hace dos años y medio, un convenio de publicidad por varios millones de pesos anuales con el gobierno municipal que encabeza ese alcalde. Y la columna que él escribe todos los lunes es parte del trato comercial… Pero usted manda. ¿Quiere que suspendamos su publicación? ¿Qué anulemos el convenio? ¿O desea que le enviemos el contrato a su asistente? Usted digame. Estoy a sus órdenes…

Tras la respuesta contundente hay un largo silencio del otro lado. El editor cree, en un momento dado, que el minor se la ha vuelto a hacer y ha colgado cuando, de pronto, escucha unos balbuceos…

—Nnno, nnno es necesario… —atina a decir, vacilante, antes de colgar, el señor vicepresidente ejecutivo y único director general.

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Last modified: 17 noviembre, 2021
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