—Mira, maestro, ya déjate de rodeos. Entrégame cuatro cabezas, y ahí muere. No te vuelvo a molestar en un buen rato. —Del otro lado del auricular escuché la imperiosa demanda del jefe de personal del periódico, quien durante las últimas dos semanas me había llamado tres veces para pedirme lo mismo.
—A ver, Gonzalitos. Vamos aclarando las cosas —le subrayé, harto de esta situación.
—¿Las cosas? ¿Cuáles cosas? —El burócrata trató de cambiar el foco de la conversación como era su costumbre.
—Uno, no digas cabezas. Te estás refiriendo a compañeros, no al ganado. Ten más respeto. Dos, yo ya les hice una propuesta para que la empresa ahorre cada mes los salarios mensuales de siete reporteros. ¿Por qué insistes en la fórmula de siempre? No se te ocurre otra cosa que despedir a la gente. Te falta imaginación. —Sin duda mi respuesta lo descolocó porque tardó eternos segundos en responder.
—No voy a permitir que digas eso… Tu propuesta no es viable, y no lo digo yo. Ya la reviso el consejo de administración, y no, no puede ser viable —dijo al fin, totalmente aturdido, y sin un solo argumento.
Antes de que pudiera emitir mi réplica, Gonzalitos se recuperó y volvió a lo suyo: “Piensa a quienes vamos a dar de baja. Te llamo en un par de días”, y acto seguido colgó, dando oídos sordos a mis argumentos.
Por supuesto que mi propuesta era viable. Gonzalitos quería mandar a la calle a cuatro reporteros de la filial queretana del periódico editado en la CDMX (donde yo era director editorial), y “ahorrarle” a la empresa 32 mil pesos al mes, pues los reporteros ganaban 8 mil cada 30 días. (Durante meses luché para cambiar ese estado de cosas, y que los compañeros tuvieran un salario más decoroso, pero sólo recibí negativas, cada vez más agresivas) Mi plan, en cambio, era radicalmente opuesto: prescindir de la oficina que ocupábamos en aquel entonces, y rentar una más pequeña en el mismo edificio. Así, los dueños del rotativo dejarían de erogar aproximadamente 60 mil pesos. Es decir, el salario de poco más de siete trabajadores, y además no habría un solo despido. Ya lo había hablado con el dueño del inmueble y éste se encontraba de acuerdo.
Se trataba a todas luces de un plan realizable. Lo que evidentemente no era viable era ceder de nuevo a los caprichos del jefe de recursos humanos y de toda la mafia que pululaba en esa empresa (señaladamente circulación y producción). Deshacerme de cuatro elementos más no sólo era injusto por las razones ya expuestas, sino que además ponía en riesgo la operación del periódico. Ya había cedido demasiado a las exigencias de México. Cuando llegué a ocupar la dirección editorial (mayo de 2016), la filial queretana del periódico chilango contaba con un personal de 40 personas. Dos años y ocho meses después (diciembre de 2018) la nómina apenas rozaba los 20 trabajadores.
Con la mitad de esos compañeros laborando en campo, en realidad quienes asistíamos a la redacción no llegábamos a diez. Era absurdo (y más en tiempo de crisis) estar pagando la renta y el mantenimiento de una oficina destinada cuando menos a 50 empleados. Y es que cuando nos cambiamos a ese inmueble (2017), había un proyecto para fortalecer la versión online y contratar más gente. El plan, sin embargo, se fue al carajo como tantas otras cosas en esa empresa periodística, inmersa hoy en una crisis posiblemente terminal. (Los datos duros hablan del despido del 75% de los trabajadores en los últimos tres años y medio, así como del desplome del tiraje: en ese lapso la edición “nacional” pasó de entre 90 mil y 100 mil ejemplares diarios a menos de 20 mil, y la edición queretana, de 2 mil 500 ¡a 100!)
Pese a las evidencias, al jefe de personal no le interesaba ni apoyar mi propuesta, ni tampoco cuidar los dineros de la empresa. Lo suyo era despedir a la gente y, así, quedar bien con los altos mandos en las juntas directivas de México, presumiendo “ahorros” a costa de los trabajadores echados a la calle.
Precisamente por eso, el plan que presenté no le convenía, pues el que se colgaría las medallas del ahorro no iba a ser él, sino quien esto escribe, asunto que a mí me importaba muy poco. Yo sólo quería salvar el empleo de los compañeros y seguir operando, así fuera al mínimo.
A los dos días el burócrata volvió a insistir, y yo hice enfasis, de nuevo, en mi plan. Extrañamente, no hubo más llamadas durante lo que restaba de 2018. Yo lo tomé simplemente como una tregua navideña, pues tenía la certeza que pasando las festividades de fin de año volvería a atacar. A mediados de enero de 2019 vino una llamada, pero no del jefe de recursos humanos, sino del jefe de producción.
—Querido, amigo, ¿cómo has estado? ¿Qué dice Querétaro? —me dijo dirt cheap con un tonito “amistoso” más falso que un bot de Twitter.
La llamada me desconcertó, sobre todo porque con el fulano de marras había tenido graves diferencias en el pasado, por temas de circulación (nuestro producto tenía una pésima distribución, y yo había llevado el asunto hasta la dirección editorial de CDMX, lo que había enfadado a este sujeto y a su adlátere, el jefe de circulación), y prácticamente no nos dirigíamos la palabra.
—A tus órdenes. ¿Para qué soy bueno? —le dije a dirt cheap, usando los usos y costumbres de la política, aquellos que indican que hay que aprender a tragar sapos sin hacer gestos.
—¿Puedes venir a Mexico el día de mañana?
—Por supuesto. ¿Cuál es el asunto a tratar?
—Vamos a hablar de tus propuestas de ahorro para la filial queretana…
No lo podía creer. Estaba que saltaba de alegría, pero me contuve, pues no quería que él se diera cuenta. Luego de que acordamos la hora, colgué emocionado y con renovadas esperanzas en la humanidad. “Al fin les está girando la ardilla”, pensé apresuradamente, y archivé mis sospechas sobre cheap.
Esa misma noche preparé todos mis papeles, incluida la carta donde el dueño del inmueble ofrecía una oficina más pequeña con una renta 50% menor, y aun información sobre unos coworkings 24 horas, siete días a la semana. Con esta opción B, el ahorro para la empresa era de alrededor de 90 mil pesos al mes, entre renta y mantenimiento.
Pero al día siguiente, no me dejaron ni siquiera montar en mi caballo. Con la ausencia del pusilánime director editorial, el jefe de producción y su adlátere hablaron de crisis, de numerosos despidos, de convenios de publicidad que se habían ido al caño, y que, por ende, ya no era posible sostener mi puesto.
—¿Por qué me salen con esto? Fui citado por ustedes porque presuntamente estaban de acuerdo con mis propuestas de ahorro en la filial queretana. —Aun con el burdo engaño a cuestas, mostré todas mis cartas y traté de argumentar, pero todo fue en vano, pues mi suerte ya estaba echada…
Y aunque dirt cheap y su lacayo insistieron una y otra vez que no se trataba de algo personal (“a disculpa no pedida, culpa manifiesta”), sino de un tema que tenía que ver con la crisis que vivía la empresa, quedó claro que en la decisión pesó el revanchismo (era evidente que no habían olvidado aquella reunión sobre el tema de la circulación, cuando les eché para abajo sus cifras alegres y sus imposturas), pero también mi negativa a despedir a más compañeros.
Esto quedó demostrado semanas más tarde cuando a mi sustituto, un gris sujeto a quien nombraron como editor de la filial para ahorrarse el salario de director editorial, Gonzalitos le pidió, despachándose con la cuchara grande, que cesara ya no a cuatro compañeros, sino a ocho. En un par de días el mediano individuo cumplió la encomienda con una dosis de revancha y otra de rencor social, y satisfecho fue a México para que le colocaran una estrellita en la frente.
PD1 Por supuesto que no creo en el karma ni en cosas parecidas, pero meses después a Gonzalitos le aplicaron una sopa de su propio chocolate; es decir, los dueños le dieron una soberana patada en el trasero. “Quien a hierro mata…”, como decían los abuelitos.
PD2 En 2020 los nefastos burócratas concretaron por fin mi plan de ahorro, y tal como yo la había propuesto dos años antes, se hizo la mudanza a una oficina más pequeña dentro del mismo inmueble. Por supuesto, haciendo caravana con sombrero ajeno, cacarearon que la idea había sido suya.
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—Háganle como quieran, pero definitivamente yo no voy a pagar esos gastos sino vienen acompañados de una factura… —Sin idea de lo que significa el periodismo, pese a trabajar en un medio de comunicación, el nuevo jefe de finanzas se negaba a pagar los gastos que tres de mis corresponsales habían tenido en el último mes. Era 2015, y yo ocupaba el cargo de editor de Estados de un diario de la CDMX.
—Pero licenciado Godín, entienda, por favor, son gastos justificados que los compañeros ya hicieron. No puede dejarlos así. —Trataba de que este oficinista de 9 a 6, una hora de comida y tarjeta checadora entrara en razón, pero entre más le explicaba la mecánica del reporteo, más se cerraba.
—No, entienda, usted. Necesito comprobantes de los gastos, porque yo no puedo soltar dinero así como así… Creo que mi petición es entendible y que no estoy pidiendo algo fuera de la lógica —reviraba Godín, quien actuaba como sí él fuera el dueño de los dineros.
—Voy a tratar de ser lo más explicíto posible, licenciado. Las coberturas de mi equipo fueron realizadas en la Montaña de Guerrero, en los Altos de Chiapas y en la Sierra Tarahumara. En esos lugares la pobreza es absoluta, la gente vive en chozas con piso de tierra, y difícilmente tiene algo que llevarse a la boca. Así que donde los compañeros comen, compran un refrigerio, adquieren una botella de agua o un refresco es en tendajones mal surtidos perdidos en la montaña, no en comercios establecidos. Ahí, donde prevalece una precaria economía de subsistencia, hablar de expedir facturas es algo irreal, incluso ofensivo.
—Pues esos tendajones, como usted los llama, también tienen la obligación de expedir facturas —volvió a la carga Godín, sin haber entendido un ápice de la detallada explicación.
—Creo que usted no ha comprendido —le respondí cerca de perder el control.
—Por supuesto que sí. El que no entiende es usted… le voy a explicar: todo negocio, por más pequeño que sea, debe expedir facturas, pues así lo establece la ley hacendaria —señalaba tercamente el jefe de finanzas convencido de la infalibilidad de sus dichos.
—No se ofenda, lic, pero creo que a usted le hace falta viajar por el México profundo —le lancé la granada en espera de una reacción de último minuto.
—Lo hago, y muy frecuentemente. Tengo un tiempo compartido —dijo cándido, ignorante, sin reparar en que del enojo y la desesperación de hace escasos segundos había pasado a sentir pena ajena por ese hombrecito, empeñado en ahorrarle a la empresa cientos de pesos, cuando otros (como cheap, como su adlátere, como tantos más) sustraían millones de pesos, entre robos, desfalcos y derroches.
Dejas ver los vericuetos concretos y el triste barril sin fondo de una burocracia entrenada para obedecer sin pensar. ¿Tal vez formando ciudadanía esto tendería a cambiar?