Nocaut al aforismo
El aforismo en Hispanoamérica ha pasado por excesivas crisis que llegan a afectar su forma y manera de enfrentarse, por medio de la palabra, a los excesos o nimiedades que hacen a los seres humanos fragmentarse. Cada cultura ha podido, mediante sus propios recursos lingüísticos, expresar los cambios que le suceden; por medio de la escritura se establece en la diversidad de formas de su propia cultura. Esto es lo que le sucede a las máximas, a los proloquios, a los dichos, refranes, epigramas, por supuesto al aforismo, y demás familias: que los une el fragmento. Muchos de ellos han ido transformando su forma de expresarse acorde, principalmente, a las coyunturas político-culturales-sociales que les padece vivir. Es un punto de inflexión. Pero también han ido quedando en su olvido.
Las palabras que sujetan a un aforismo, en la actualidad, están sostenida por hilos viejos, trozos que se desbaratan.
La realidad es otra, y ya no se puede mantener a flote el aforismo con los remos de un pasado remoto.
En el caso del aforismo, muchos han sido los cambios sufridos en la manera y forma de trazarlo, pero muy pocos han visto estas fracturas. Por eso, en muchos casos, se vuelven como simples joyas que el lector saca a relucir en algunas ocasiones. Los periodistas y científicos, afanosamente, recurren a ellos para hacer de su texto solidez o reafirmar algo que no pueden explicar con breves palabras.
Pero al aforismo se ha querido dejar todo desguanzado, cometiendo fallas y, por supuesto, salen a la luz textos sin sustancia, pensando que con utilizar una metáfora fallida pueden entrar al mundo del aforismo. En algunos casos los han querido dejar como enigmas o escritos sin fundamento, baratijas de un idioma inexistente; en otras tesituras, el ignorar la responsabilidad que conlleva el escribir un simple aforismo, que debe estar aquilatado con la realidad, el idioma y los decires de un pueblo. Por supuesto debe ser verdadero, aunque en esa verdad nadie se quiera asomar.
Pero en algunos momentos específicos que la propia dinámica carga, como las contradicciones que conlleva una cultura, el movimiento que ejerce la tecnología sobre nuestro tiempo; las formas y maneras de comunicarnos, una comunicación que es ahora demasiado efímera, porque cambia abruptamente sin que se haya cuajado la sustancia a comunicar; en fin, el idioma, en que las reglas que sustenta el aforismo ya no caben, quien escribe se mira en esta desvencijada vida y no puede trasladar con el aforismo su pensar, porque quien escribe va cargando el costal de lo viejo, no menciono a su historia, sino a esa manera en que los pueblos se refugian entre las sábanas del aforismo. Quizá ahora sea que el aforismo está recibiendo un gancho al hígado y lo han llevado a la lona. En este viaje sólo Ramón Gómez de la Serna pudo anticipar la catarsis en la que se estaba metiendo al aforismo, por eso nace de entre sus manos la greguería, porque la sociedad en la cual vivió ya se encontraba en el idioma y la gramática que no le permitía estar acorde con las palabras y los seres humanos tan acongojados de aquellos oscuros cielos. Era un desfase, vivió una época de muchas “realidades”, más bien de interpretaciones de ella, donde los movimientos culturales se fugaban, perdían la solidez, no se alcanzaba a ver las cosas porque muchos velos lo impedían. Por eso la sociedad necesitaba de una manera para jactarse, sentir su humor desencajarse en sus mandíbulas, los rostros de aquellos años, 1920 al 1946, no tenían una paz y sostenerse de una idea, todas eran fragmentadas, llevaba tinta de sangre, de engaño, traiciones y crisis recurrentes. Las guerras por derrumbar los cielos eran inevitables. La era de la palabra firme recibía disparos y cárcel, persecuciones, la peor de las humillaciones humanas. Recibir un tiro en la mano de la escritura.
En muchos de estos sucesos lacerantes y de atrocidad humana, al aforismo, claro, en conjunto con quien escribe, se le miró fuera de esa realidad, conformándose con textos de índole “filosófico” o de una verborrea excesiva de intelectualidad.
Quien escribe aforismos y está fuera o se mantiene en la línea de la conflagración sin tomar camino nunca podrá entender lo que significa el expresarse con poco y decir el todo.
Ahora miro cómo desde hace muchos años el aforismo está en la misma dimensión que en aquellos del siglo XX. Por supuesto, con diversidad de acciones y actitudes. Por eso, ya no puede estar en esa tierra que se cuartea. Los hechos en la vida se transmutan de forma vertiginosa. La contradicción está viva sin sustento, y la que sí –se mantiene en esa fiereza– cada día tratan de encaminarla a ser pulverizada. La ideología como tal ya se mueve sin realidad, se acomoda en el mejor de los asientos, para que no se lastime el trasero.
Por eso creo, sin dejar a la nostalgia invadir mis palabras, que al aforismo le han propiciado un golpe que ya lo aleja de los cuadriláteros de su fragmento.
Pero ahora considero debe surgir otra manera de expresarse sin dejar los aromas exquisitos del aforismo, es una transformación, una manera de colocar en la escala de grises un tono de mayor envergadura que pueda vivir con esta realidad.
Ahora debe nacer la eubiótica, la manera de encontrar en la expresión de fragmentos la enfermedad y la cura, pero siempre llevada por la mano de estos elementos la metáfora, la ironía y un dejo de movimiento que no se estanque en su tiempo.
Ejemplos de eubiótica:
Hoy me he despertado con una indeclinable llanura de misterio.
Al despertar he tenido un enigma por una salud del sueño, por eso debo dejar al sueño que dormite en soledad y después me llame en su eco.