¡Qué bonita forma de hacer show y de emocionar al público se vive en la arena! El único teatro de esta ciudad que se llena en jueves… ¿o es un circo?, ¿en el que el pan es sudor y cerveza?
Alrededor del coliseo se arremolina la gente, que llega en pareja, en familia, en grupos de amigos, en tour turístico. Quienes arriban cruzan los puestos callejeros, donde los marchantes venden las máscaras, las playeras, los llaveros; salen con sus máscaras del Dr. Wagner, de Octagón y de la Parca. Nos formamos en filas para entrar a gradas o a ring y, entre el bullicio y la confusión, un niño vende cigarrillos y cacahuates.
Ya dentro, sentados sobre el cemento, surtidos de un litro de cerveza fría, los luchadores suben entre canciones, flexionando sus músculos, alentando a la multitud a aplaudir o abuchearlos. Van a ser 6×6, todos en personaje, con el corazón a mil, recordando a pulso el baile que les espera.
Vuelan y giran y zapean a sus contrincantes. Si no parpadeas antes del golpe, puedes ver sus ojos comunicarse, con más duda que confianza, porque quien da un golpe necesita quien lo reciba; alguien que lo cache en sus brazos, no lo dejé lastimarse de un ranazo. Aun así, el primer encuentro lo ganan los rudos.
La segunda pelea aumenta la expectativa, pues cada hombre en el ring tiembla ante su contrincante, y los 15 pelados que están debajo, esperando para latiguearlo con cintas si se atreve a bajar. Aun con la azotada que le espera a cada uno, se esfuerzan por animar a los espectadores.
Botan que botan contra las cuerdas los luchadores, entre codazos, patadas y hurracarranas. La gente –entre quienes me incluyo– les grita groserías, mentadas de madre, bullas y ánimos: es gritarlo todo en un lugar donde no te escuchas, porque el ruido es silencio también. En esa multitud está el tráfico, la raza, los jefes, el político y cualquier otra cosa que te moleste. Ni se diga en la primera fila, donde saborean el aceite embarrado en cada cuerpo fornido que cae sobre ellos, mientras el de las chelas intenta mantener sus litros en pie para hacer su chamba.
Pobre santo técnico, le dieron una madriza; se retuerce en el borde del cuadrilatero en lo que espera a los paramédicos, que lo suben a la camilla, donde siguen dándole de patadas y latigazos, mientras abuchean a los rudos, que no saben cuándo parar… ¡Qué bonito ser héroe del pueblo! Que te vitoreen y defiendan, aun en las malas. En alguien debemos confiar.
Entre luchas, el baño se llena, incluso cuando es una pared de azulejos enorme que debes contemplar de frente unos momentos. En el camino hacia allá te topas a la banda norteña que sonoriza, a lxs extranjerxs del Tec, al señor cuya camisa roja no tiene tres botones y llevó a su señora y sus cuatro hijos; al hermano menor preguntándole todo al mayor. De vuelta en mi asiento, ya más avanzada la noche, un niño pide una mano para escalar la grada y, al subir, se tira un pedo: esta es la experiencia completa.
Mientras tanto, luchan los internacionales, que han ido a pelear en Italia y Japón, probando sus técnicas en lo que viene siendo la Rosa de Guadalupe luchística: la lucha extrema. Uno de ellos, el “Godzzila”, se llevó lo peor, al ser estrellado contra una silla, chinches, clavos, tablas y un parabrisas. De su frente brotaba sangre que, por algún motivo, no coagulaba.
Con la audiencia en el borde de sus asientos, con la garganta afónica, el alcohol en la cabeza y las pupilas dilatadas, explota la arena con el anuncio de la pelea estelar: El Místico y Atlantis Jr., contra el Averno y el Hijo del Villano III. Suena la campana y, sin pensarlo, clinchean los luchadores y se proyectan contra las cuerdas, con gracia y perfección técnica, demostrando los años de entrenamiento, la experiencia y la maña. Ellos son los profesionales, los que todos vinimos a ver.
El acto concluye con los gritos de incredulidad del público, cuando el Averno –haciendo honor a su condición ruda– le arrancó la máscara a Místico, quien se cubrió la cara y huyó a los vestidores. Todos salimos emocionados y con un peso menos en el pecho, porque lo escupimos durante casi tres horas, en la oscuridad, inspirados por la violencia coreografiada de uno de los performances escénicos más hermosos que la humanidad ha ideado: la lucha libre.