“Aunque me dé la espalda de cemento,
Me mire transcurrir indiferente,
Es ésta mi ciudad, ésta es mi gente…
Y es el lugar donde a morir, me siento.
¡Buenos Aires!…
Para el alma mía no habrá geografía
Mejor que el paisaje…
De tus calles,
Donde día a día me gasto los miedos,
Las suelas y el traje…”
Han pasado dos meses desde que regresé de Buenos Aires. Por allá siguen celebrando el mundial, lo sé por los memes que comparten las páginas argentinas que comencé a seguir estando allá que, dicho sea de paso, utilizan muchas referencias a los Simpsons: así como en México, para los argentos la familia amarilla es cosa seria.
A propósito del mundial, recuerdo enterarme que recién había terminado la copa, la comunidad argentina de la CDMX se juntó en el ángel para celebrar la victoria. La visibilidad que tuvieron esos días, dio pie a una preocupante tendencia de comentarios xenófobos y clasistas en redes sociales. El que más grabado me quedó fue “Hoy que los argentinos están en las calles celebrando, no habrá servicio en ningún restaurante de Roma-Condesa. Y qué bueno, así no tendré que ver su narizota y su jeta mamona”.
El problema con los estereotipos es que son atajos simplistas a las explicaciones profundas, especialmente atractivas para personas de cabeza pequeña. Jamás responderán un por qué, quienes los interiorizan ni siquiera están interesados en ello, únicamente en el cómo. Una tendencia cada vez más popular, dicho sea de paso, en todo lo que consumimos, en la educación, en la cultura, etc.
En Buenos Aires aprendí, que los argentinos son de las personas más amables que he conocido, verdadedios. Incluso en esa ciudad, hiperpoblada, caótica y ensímismada, toda vez que me acerqué a alguien a pedir ayuda, las personas pararon lo que estaban haciendo y me apoyaron, me recibieron, me señalaron la dirección o colaboraron conmigo. Algo incluso más sorprendente es que gente se toma el tiempo de saludar a todo el mundo y preguntarle “¿todo bien?” al subir a un elevador, al pagar en una tienda, al ordenar algo de comer, mientras viajas en un taxi o en un bus. Y se espera que respondas.
Eso sí, los argentinos son recios, no te la endulzan, dicen las cosas como van, tanto lo bueno como lo malo. Además, como ya he mencionado en las otras dos entregas de esta columna especial (Olores y Cementerio Club) son gente orgullosa de su identidad y de su país, y tienen motivos de sobra para ello, sin importar qué tan jodido les esté yendo.
Para los mexicanos que —en general— somos bien sacalones y delicados, y que no perdemos oportunidad para tirarnos mierda entre nosotros y a nuestro país, claro que pensamos que son unos mamones. Pero detrás de ese prejuicio, había un por qué.
Recuerdo que una de las primeras cosas que hice al llegar a la CABA fue caminar por la calle Florida en busca de nuestro delaer de cambio. El mejor truco turístico en Argentina es llegar con dólares estadounidenses en efectivo, sobre todo cienes. Debido a la configuración de las reservas nacionales argentinas, es una moneda privilegiada, especialmente en el mercado informal. Por ello, durante mi tiempo allá, por cada dólar me daban entre 308 y 320 pesos argentinos, lo que multiplicaba mi dinero (en pesos mexicanos) casi al doble.
En la casa de cambio de dudosa legalidad, el empleado me entregó cerca de 64 mil pesos argentinos, equivalentes a 200 dólares gringos o 4 mil mexicanos. En mi vida había tenido tanto dinero en efectivo en mis manos, fue difícil acostumbrarme a ello.
Sin embargo, esa enorme cantidad sólo me duró 10 días, porque la inflación afecta todos los precios y una comida sencilla ronda los 2 mil. Poco a poco fui entendiendo que el dinero allá no vale nada, que en México —aun con nuestros problemas económicos— estamos en la gloria, y empaticé con la desesperanza y la frustración generalizada. Por eso, cuando Argentina calificó, cuando ganó la semifinal y, luego, la copa, no pude sino alegrarme y celebrar. Fue la primera buena cosa que le sucedió al país en un largo tiempo.
Quiero terminar esta serie de artículos referenciando de nuevo a Los Simpsons, ese túnel cultural entre ambos países. El llamado “síndrome de escupirle a Millhouse” ilustra como las personas, con tal de humillar o menospreciar a alguien, terminamos por perjudicar a un tercero o a nosotros mismos. Esto se consigue, principalmente, replicando opiniones infundamentadas y estúpidas, tales como los estereotipos.
La moraleja en todo esto radica en dejar de tirarnos mierda entre nosotros, lxs latinonamericanxs, porque tenemos más cosas en común que diferencias irreconciliables. Porque en vez de aspirar a ser algo que jamás conseguiremos (léase la paradoja del sueño mexa-americano en Malcolm el de en medio) podríamos pensar en reforzar nuestra amistad, en apoyarnos económicamente, en crecer en conjunto: El sueño panamericano.
Por ello, haz patria y hazte amigo de un latino.
“No podría vivir con orgullo,
Mirando otro cielo que no fuera el tuyo,
Porque aquí me duele un tango
Y el calor de alguna mano
¡Y me cuesta tanto el mango que me gano!…
Porque soy como vos,
Que se niega o se da;
¡Te proclamo, Buenos Aires, mi ciudad!”